Hoy, como todos los días, fui a la casa donde crecí. Los gatos me esperaban en el césped, ilusionados con su comida, y un mimo breve.
El taller estaba abierto de par en par. Sí, el taller, ese en el que mi padre pasaba las horas del día y algunas de la noche, convirtiendo su esfuerzo en nuestro principal sustento.
Me dio la impresión de que él estaba allí, dentro de la fosa, con las manos engrasadas y una llave. Estaba allí escuchando el motor de un auto, para dar con la falla sólo de oído. Estaba en el torno, estaba apretando la morsa, estaba preparándose para un café y tomar distancia de un problema… para resolverlo, como si jugara ajedrez.
Era otra gente, otro tiempo, otros autos. Ni siquiera entré, para no sufrir el contraste de esa visión interna con la realidad.
No lo sentí otros días.
Pero hoy estaban los portones abiertos y el galpón se ventilaba… Casi vi el tablero azul de las llaves, la autógena azul, el compresor de aire, la soldadora eléctrica.
Vi las ventanas, las vigas de acero en el techo, la explanada llena de coches. Una claridad nostálgica, triste, me dejó en silencio, consternado, como si hubiese invadido la barrera de los años.
Como si por un segundo estuviera yo, niño, ayudando en labores sencillas.
Como si el pasado se hubiera presentado sin aviso, ni piedad.
Subí al auto y salí lento, pero volví a mirar la luz ajena del taller tan nuestro… y algo de mí, quiso quedarse en aquella escena.
Alberto Vaccaro, 5 de mayo de 2021