En la colina estaba el pintor, bigote a lo Dalí, con el pincel tocando apenas la tela en el atril. La boina multicolor le aliviaba del Sol casi poniente, y los ojos de halcón buscaban detalles mínimos en el amplio paisaje.
Allá lejos, presidía la escena una casa en ruinas, en la ladera verde amarillento, de una modesta colina.
El brocal de hierro forjado del aljibe, estaba pintado de óxido rojizo, las paredes desnudas y semiderruidas, el techo de quincho vencido por los años. En derredor los indefinidos fantasmas de esplendores idos, repetían transparentes, la rutina que siguieron en sus vidas.
El pintor apartaba la mirada de la tela, con aire de sabiduría, y se dejaba llevar por las proporciones de sus encantos, más que por la exactitud geométrica de las formas.
Indiferente, serio… Con un gesto importante en la postura, el artista seguía copiando a su modo las curvas desgastadas del horizonte, la sinuosidad de las cañadas y el monte en sus orillas, las salientes rocosas en un cerro, las huellas de carretas, que se van perdiendo en el pasto renovado.
Pero el centro de su cuadro, era la tapera blancuzca en el pasto pálido de la pendiente, la estructura caída del galpón, el horno de barro, los corrales vacíos. Más allá un bosque de eucaliptus altos y añosos, y un cerco de alambre, herrumbrado.
Fuera del recuadro de la tela, del inspirado lente del pintor, iban las ovejas allá en aquella colina, los vacunos que pastaban tranquilos, un buitre con sus alas desplegadas, planeando en la brisa… la carretera lejana, y yo, claro.