Escribe Wilma Pereira

Wilma Pereira de Vaccaro y su hijo, Alberto Vaccaro Pereira

Wilma Pereira de Vaccaro y su hija, Daniela Vaccaro Pereira.

1° de julio de 1934-14 de octubre de 2019.

 

 Wilma Pereira de Vaccaro falleció el 14 de octubre de 2019.

Ella tenía su propio blog, pero compartía una sección en este sitio, que mantengo en su memoria.

“Una Pluma de Otoño”

de Wilma Pereira de Vaccaro           

Los invito a leerlo. 

Historias de Wilma, libro sin publicar aún

Explicando un por qué                 

Una carpeta guardaba hasta hoy un limitado número de historias propias y ajenas, que fui escribiendo así, como para rescatarlas.

Historias silenciosas, u olvidadas, que puede interesarte conocer. Anécdotas de instantes o pasajes más extensos.

    Algunas de ellas escaparon de la carpeta que las contenía apuradas por conocer la luz, pero no pueden hoy dejar de figurar entre sus hermanas.

Son historias  que no quiero que mueran conmigo. Postales del siglo veinte, que poca similitud tienen con los tiempos actuales, pero hablan de las mismas esperanzas, sueños, concreciones o miseria que no tienen edad.

Vidas que no se tocaron siempre, a veces nacen de un roce amable entre personas con largo pasado, o del baúl viejo de una abuela.

       En esta era del consumismo, de la tecnología, de los viajes fáciles y frecuentes, de las Navidades luminosas, y de imágenes de oscura pobreza, pueden parecer mínimas.

 Sin embargo dan testimonio de desafíos, luchas, claudicaciones y errores involuntarios, de clases ricas que se empobrecen y de aspiraciones que se cumplen.

Sirven para recordar que la voluntad triunfa sobre las decepciones, y  que el optimismo es necesario.

     Sabrás entonces que antes, muchas cosas eran inaccesibles y algunos hechos inolvidables. Que antes todo era distinto y al mismo tiempo muy parecido a tu hoy.

    Por todo eso, te las ofrezco a  ti,  lector amable y ocasional.

                                                                               La autora

 

          

DE LA CUCHILLA NEGRA AL CATALÁN

Relato histórico (homenaje a la maestra rural)

La casilla de madera con techo de cinc, abierto quizás a mil goteras aparecía cerrada. Don Orozco, propietario del campo y del local, si así podía llamar a aquel precario recinto que alquilaba Primaria, me miraba con cierta inquietud.

Mi delgada figura y mi porte de chica pueblerina, sin dudas no era lo que él esperaba, pero me condujo a la puerta posterior. Ya en el umbral miré hacia adentro. ¿Era esa la escuela que yo había elegido? Un montón de bancos arrumbados y muchos hormigueros fue cuánto contemplé.

     En ese momento desfilaron ante mí, primero los felices años de mi niñez allá en Rivera. Después la adolescencia menos próspera en Artigas y aquella juventud en la que apenas me iniciaba.

Reviví algunas claudicaciones. Estudios que hubiera deseado realizar allá muy lejos, en la Capital, y la iniciación en los cursos magisteriales, empujada casi por inercia en un grupo volcado por entero a esa profesión.

 Vivía en ese tiempo, por el cincuenta, el último año de estudios y faltando poco para graduarme acudí a aquel llamado. Las maestras tituladas eran pocas y cuál de ellas se hubiera decidido por un puesto en la Cuchilla Negra?

Allí estaba yo, entonces, pensando en lo que significarían para la familia mis primeros ingresos. Así bebí mi desencanto y me erguí con coraje, un coraje recién nacido, no asumido ni siquiera por mí misma. Miles de generaciones pretéritas me miraban. Estaban templadas en desiertos de Asia Menor, acostumbradas a enfrentar día a día peligros inusitados. A ellas habían pertenecido mis ancestros y no me dejaría vencer en una tierra más fértil, en unos años más nuevos.

Las candelas del panteón, único vecino inmediato, me guiñaban con cierta ironía. De pronto pequeños soles lastimaron mis ojos, uno desde un rincón, luego otro allá en el bajo, lejos uno, dos, tres…¿Qué eran aquellas estrellas cegadoras esparcidas por la amplitud de la comarca?

Don Orozco me explicó:-Las distancias son largas, la voz lanzada al viento se rompe junto al monte, se acalla al cruzar la colina. Los vecinos ansiosos anuncian con espejos la llegada de la maestra.

   Luego de un descanso reparador  un peoncito me condujo en un carrito de pértigo a visitar el vecindario. Miré la campiña desolada, no descubría sin embargo vivienda alguna. Fue a medida que avanzábamos que aparecía un montecito y a la sombra del mismo un ranchito, más adelante monte y rancho, monte y casa.

Yo venía de la ciudad, el campo extenso y solo, casi lo había adivinado en horas de cavilaciones, ahora era la única realidad. Todos me recibían con cordialidad y regocijo. Al fin un enseñador estaba compartiendo su tímido saludo.

¡Maestra Directora en una escuela en ruinas que albergaría a quince niños!

Pronto tripliqué el número de asistentes a la escuelita que iba teniendo el aspecto de tal. Mis manos mejoraron su fachada, se hirieron en rudas labores, leña, fuego a campo donde se cocían los alimentos sustanciosos que atraían tanto o más que la escritura.

Probé una y mil veces poner y quitar el apero del caballo que me acercaron y me lancé a campo abierto, amazona veloz y solitaria. Fui también el ocasional aguatero  que arrastraba en montura cansina aquel barril que derramaba  lágrimas abundantes a medida que trepaba la ladera.

   Honorina, la cocinera, fue la primera  amiga y confidente para compartir mis horas de labor y aquellas de retiro. Los vecinos se disputaban mis visitas en los tranquilos fines de semana. Huésped sin pretensiones que compartía su pan en rústicos fogones mientras oía atentamente sus pláticas largas cargadas más de añoranzas que de visiones  futuras.

Los rencuentros con mi familia  eran espaciados. Debía recorrer quince largos kilómetros para llegar a  la carretera donde un ómnibus lento me recogía y me acercaba a la ciudad.

Pero esos días no eran ya  tan ansiados. No sé cómo me había integrado en cuerpo y alma  al medio campesino. Me sentía guía, consejera, gaucha al fin en una región donde poco lugar había para un atildado ciudadano.

   Sin embargo nada es estático y los días en aquella primera escuela a mi cargo  también concluirían. Me dijo “Adiós”no la vieja casilla, sino una construcción mejorada y un galpón de palo a pique, refugio seguro para las esforzadas cabalgaduras que habitualmente conducían tres o cuatro alumnos sobre el lomo. El pago dejó en mí, huellas indelebles y tal vez yo dejé en aquella gente sencilla con mi afecto, un poco de confianza y fe en el porvenir.

El año siguiente otro sería mi rumbo. “El Catalán” era el nuevo destino. En aquella tierra pisada por las huestes artiguistas  y escenario de tantas guerras estaba la primera escuela rural de Artigas, la Número 4.

   Otro local de madera y cinc, donde aparentemente el pájaro carpintero había abierto inoportunas ventanitas invitantes al viento y permeables a los aguaceros, ya no me sorprendió. Antes, miré el cerro que se alzaba a mis espaldas, luego el arroyo que se arrastraba frente a mí y me introduje en el recinto.

 Honorina y Don Orozco habían pasado a formar parte de mi pasado. Ahora un niño con el aspecto de quien es solo desde siempre me miraba con un no sé que de ilusión.

Es el Mirto,-me dijeron- será su acompañante, concurre a la escuela, puede ayudarla en las tareas, es baquiano en el pago. Sonreí levemente. Despertó más mi ternura que mi confianza. ¡Qué equivocada estaba yo en ese juicio! Podría yo impartirle conocimientos de los textos, ¡pero de la vida…Él poseía el instintivo saber que se necesitaba para subsistir en un lugar inhóspito y desolado. Así, unimos nuestros dos saberes e iniciamos un período de mutuo apoyo.

El nombre lo llevaba prendido apenas por la voz. No existía papel alguno que lo certificara. Orejano más que el ganado. Sabría yo después, que había muchos casos como el suyo. Distancias y negligencias influían en ese estado de irregularidad familiar.

En los primeros días solamente me preocupé por hacer habitable el local. Latas redondas, fondos de los envases de algunas conservas que consumía, fueron cubriendo los impertinentes huecos de la pared. Los alumnos mayorcitos me ayudaron a blanquear las rústicas paredes y la lona del cielorraso.

 Después comenzó la enseñanza. Lenta y trabajosa a veces. El tiempo hábil no era suficiente para mis pretensiones. Un día decidí dejar a dos hermanitas fuera de hora para ayudarlas en sus tareas. La madre no tardó en llegar. Preocupada por su demora, molesta por un supuesto castigo. Explicaciones del caso salvaron mi descuido. La vecina se despidió con cordialidad para volver. La tardecita era avanzada por lo que decidí acompañarla. Llamé al Mirto, encendí un farol, tomé una linterna, puse, previsora, fósforos en mi bolsillo. Al llegar junto a un árbol trepé para hacer de improvisado faro mientras el chico las acompañaba un poco más. La noche caía cuando mi pequeño compañero regresó junto a mí.

      Iniciamos un titubeante regreso. En un bajo, envueltos en la noche sobrecogedora  advertimos que nos habíamos perdido. Comencé a llorar angustiada.-Hacemos un fueguito, Maestra, y esperamos a que aclare, me sugirió el niño. En cambio mi carácter hiperactivo y los pensamientos acelerados como mi corazón, me impulsaron a seguir. Deslizando nuestras manos por el frío alambrado avanzamos lentamente. Inmersas nuestras piernas en la fuerte corriente de la cañada crecida llegamos a lo que creímos una chacra. Oímos tiros de escopeta. Más que oírlos casi tuvimos que esquivarlos. Aterrorizada volví a llorar. El niño corría asido de mi mano, un poco protector, un nada protegido. Fue cuando empecé a gritar:-No tiren, es la maestra que está perdida. No tiren es…Mi clamor fue calmándose a medida que bebíamos un reconfortante café servido junto al  fogón humeante donde secamos algo nuestra ropa. Vinieron al mismo tiempo las disculpas, el por qué. Eran frecuentes las visitas de merodeadores nocturnos que llevaban zapallos y boniatos. Algún escarmiento había que darles. ¡Y si no! Cómo suponer que nosotros, tan entrada la noche, hubiéramos llegado tan lejos.  Tal vez el ayudarnos a regresar podría calmar un poco nuestro miedo. De esa manera, en un botecito, nos cruzaron al potrero de la escuela.

     En invierno, tras furiosas tempestades solíamos quedar aislados. El plácido arroyo de los primeros días  se convertía en bravo caudal. Las pequeñas notitas lanzadas con honda certera por la obligada práctica, era la saeta que trasponía las aguas y se clavaba en la ribera opuesta.

El cururú, afincado en la zona desde tiempos, imponía su presencia con desagradable asiduidad para mí.

      De tanto en tanto llegaba, forastero montado, el Inspector. Un pequeño revuelo en el alumnado campesino daba un toque festivo.

Luego volvía el silencio que sólo el hombre de campo descubre cargado de mágicos sonidos. Algunas domas con paisanaje engalanado, febril actividad, tortas fritas y asado, juegos, rifas y baile rompían un poco la rutina. Ésta volvía un poco después. Como respuesta a mis esquelitas voladoras, con las lluvias o más tarde, acudían hombres a caballo para flanquearme en la travesía. La correntada era peligrosa; yo entrecerraba los ojos aferrada a las crines de la cabalgadura que nadaba a través del desbocado torrente.

Empapada y temblorosa me reponía en casa de algún vecino. Mi amistosa compañía logró muchos casamientos e inscripciones en el Juzgado de Paz. Con esto llegaron los beneficios sociales que paliaban un poco el difícil subsistir en aquel campo, campo.

            …………………………………………………………………………………………

 

Cerré la puerta con desgano tras un día de trabajo. En la mano un papel, frío certificado que me abría definitivamente el camino hacia la docencia.

   Al fin: Maestra ¡Qué ironía!  Atrás quedaban dos años especiales, únicos de mi juventud.

La muchacha pueblerina había muerto hacía ya mucho tiempo. La mujer que la sustituyó estaba mirando tras una cortina de lágrimas la ladera, el campo y el arroyo. Repasé una y otra vez los días de aventura, de trabajo y de comunión con el medio, con la familia que lo habitaba, con el canto del urataú y hasta el croar del cururú, con el Mirto, recordando…igual que hoy.

Memorias de un pasado

Hace mucho tiempo viví en el centro de la ciudad, apenas tres cuadras de la plaza. Mi calle risueña en las mañanas, alegre de aroma de naranjas, era sin embargo el límite en las nochecitas entre  mi barrio y otro que más al Sur guardaba secretos insondables. Era aquel un mundo diferente en el que se movían mujeres distintas y misteriosas.

Las niñas de mi calle sospechábamos más de lo que los mayores creían. El apresurado o indolente paso masculino hacia las sombras marcaba el comienzo de lo desconocido. Sabíamos que había algo de oscuro pero no estábamos demasiado interesadas en saber como giraba aquella extraña calesita.

Mujeres gastadas pasaban en la mañana. Nada nos hablaba de un esplendor nocturno. Sin dudas no existía. Nuestras madres no mencionaban esa proximidad, acaso nos prohibían alejarnos por las noches.

   Un día, con una compañera, joyeras ocasionales, dueñas de un vistoso hilo de cobre realizamos una elemental bisutería. Anillos y pulseras brillantes y llamativas. Así mi amiga y yo, pequeñas gitanitas sentadas a la vera del baldío de Piedras y Lizarza, ofrecíamos nuestra mercancía Algunos hombres sonriendo compraron aquellas fantasías. Varias monedas descansaban en una cajita. Nuestros once años reían con la inocente picardía.

   Nunca olvidamos aquella travesura, pero tampoco pudimos desprendernos de la imagen de aquel núcleo de casas descuidadas, rosadas, azules, amarillas… algunas de las cuales, sin que pudiéramos distinguirlas, invitaban a los solitarios a momentos de breve placer.

      Vinieron luego los años de juventud. Seguimos viviendo allí entre lo común y lo desconocido. Antes de la alta mañana pasaban las mujeres con las que no intercambiábamos saludo alguno, y con quienes rehuíamos toda proximidad.

   Después nos fuimos del barrio. También se fueron ellas obligadas por una ley que clausuró sus bares. Quizás quedara alguna   vendiendo sus favores en forma clandestina,

pero todo cambió.

     Se creó el Parque Zorrilla, la Ruta Panamericana. Se construyeron nuevas casas, vinieron familias como todas y lentamente aquel suburbio tenebroso fue adquiriendo 

la luz que tenía el resto de la ciudad.

 Hoy pasamos por las mismas calles y recordamos nuestro ayer y el de aquellas desdichadas. No nos atrevemos ni siquiera a opinar sobre su pasado o su destino.

    En una esquina una mujer vende leche y pan en lugar de los licores de entonces. Nos

 saluda con cierta timidez, le respondemos, somos conscientes de lo atrás que ha quedado su ayer. 

    También quedó atrás nuestra infancia, nuestra irreflexiva adolescencia.

Años después vinieron otras mujeres, pero se establecieron fuera de la ciudad. Ya no hacemos pulseras. Mi amiga se perdió definitivamente en mi pasado. Con su vida se perdieron los recuerdos compartidos y los pocos hilos de cobre que quedaron. Soy la

única dueña de aquel pequeño secreto. Aún me parece oír las risas de nuestra niñez.

 Tengo hoy la juiciosa serenidad de la madurez y tal vez un algo de comprensión y de cordura. 

Dos billetes de ida y vuelta

Tengo ante mí un cuaderno con apuntes de viaje. No vuelvo sus hojas, Es el comienzo, fecha, hora, partida…

Más de cuarenta años me separan de aquel día inolvidable y sin embargo no necesito leer. Cierro los ojos y medito. Profundizo en el ayer y retorno más atrás donde florecen proyectos se gestan sacrificios y hay sólo anhelos.

Soy parte activa o lo fui de todo aquello, pero me siento más cómoda situada como observadora permanente, que no obstante, no puede dejar de lado su alta cuota de subjetividad y sentimiento.

Recuerdo así:”Una sencilla vida, modesta clase media con planes y esperanzas, pocas concreciones todavía. Los hijos, varón y mujer de nueve y cinco años respectivamente constituyen su único tesoro.

El año 1967 transcurre como otros pero en el nido tibio comienza a insinuarse como una forma casi, la nostalgia que crece día a día, año a año. Desde la llegada del esposo al país, quince años atrás, el recuerdo de la tierra de origen, del padre y los hermanos, se hace cada vez más constante y la distancia se vuelve dolor.

Entonces sacuden la resignación y miran en torno, analizan posibilidades. Ella presta su optimismo. Él bastante más. Deberá vender la camioneta que con su esfuerzo ha salvado en largas horas nocturnas  de su muerte de hojalata, y que tantos servicios les ha dado, pero otros hierros retorcidos esperarán su regreso para revivir y convertirse en vehículo fuerte y roncador. Nuevamente habrá cuatro ruedas para viajes cortos pero ahora necesitan alas para llegar más lejos.

Con el dinero apretado en la billetera entran anhelantes a compañías aéreas y agencias de viaje, una tras otra. En cada una de ellas la misma respuesta-La venta de pasajes se ha cerrado. Se aproxima una devaluación

Los tacos van castigando las veredas en la prisa hacia una luz de esperanza, pero el teléfono es más raudo. Fatigados y descreídos de su buena fortuna acuden a una lujosa oficina. Muelles sillones de cuero, alfombras que silencian sus pasos inciertos, aliento cálido atenuando los rigores de junio, los reciben con agrado. Instalados cómodamente plantean sus aspiraciones. Les ofrecen más. La visita  varios países por el mismo precio, varias escalas, movilización siempre por aire en los trayectos largos. Escogen un itinerario, pero evitan mirarse entre sí, temen que el encanto finalice allí, en aquella sala suntuosa y elegante.

De pronto la campanilla del teléfono rompe la conversación. El gentil vendedor se levanta, atiende. Su voz grave acentúa el tono. Cuelga. Vuelve. Esboza una sonrisa.-Han sido ustedes afortunados, han adquirido los últimos pasajes que se venderán en el país por el momento. No sabemos hasta cuándo ni a qué precio después.

La alegría y el alivio se pintan en el rostro de los esposos. Han sorteado el escollo más grande. Luego, boletos en mano se dirigen al banco que les indica en el cual compran dólares  cotizados a ciento veinte pesos uruguayos,  es el comienzo de la vorágine en que ingresarán prontamente y que los tornará inaccesibles. Cautelosos, los llevan disfrazados de cheques de viajero.

En la tardecita regresan al hogar apretando posesivos los pasajes con promesas de reencuentros y paisajes nuevos.-

Luego las prisas, preparativos que casi les impiden pensar. Los niños han de quedar bajo la cauta y cariñosa tutela de los abuelos maternos.

La pareja embellecida no por las galas sino por la felicidad, asciende a un ómnibus interdepartamental de Onda que los conduce a Montevideo. La madre los acompaña, pero los niños y el abuelo son un punto en la distancia tras la despedida premeditadamente fugaz para evitar lágrimas.-

Finalmente el breve recorrido hasta el puerto aéreo. Trámites usuales, adioses y- Hasta Pronto. Trasponen la misteriosa puerta señalada con un dos, la que los separa de los acompañantes. Se  introducen en angosto corredor con dos filas de asientos, donde ellos y otros viajeros comparten un poco disimulado nerviosismo.

De pronto se abren otras puertas que conducen a la pista y guiados por una amable aeromoza, marchan hacia el ave inmensa que aguarda con alas extendidas.

El reloj marca la hora veinte del veintisiete de septiembre y están allí dentro del Boing 707 de Air France. El despegue no los impresiona. Brevísimos vuelos en avionetas frágiles había sido el primer intento de ambos de lanzarse al azul. La nave ha llegado desde Santiago de Chile. El zumbido de los motores va In Crescendo hasta bajar a Moderato.

Montevideo ya iluminada se ve muy hermosa. No tardan demasiado en aparecer solícitas azafatas y mozos de vuelo que presentan la carta del Menú y enseguida los exquisitos platillos que componen la cena. A ellos todo los asombra desde la latita de agua mineral, los cubitos perfectos de azúcar hasta los minúsculos utensilios. Es necesario comprender que es su primera experiencia surcando las alturas.

      San Pablo se divisa desde lejos. Estrella refulgente primero, sin fin bordado de pedrerías a medida que se aproximan. Señales de un intenso azul violáceo facilita el descenso. La escala es breve, apenas para recoger nuevos pasajeros y reabastecer combustible.  Nadie se mueve de sus asientos. Informan que allí la temperatura es de diecisiete grados, y distribuyen atlas donde figuran loas múltiples rutas que cubren los aviones de esta empresa.

  Río de Janeiro será la próxima ciudad tras cincuenta minutos de vuelo. La ciudad aparece antes de lo esperado. La sorpresa los enmudece. Kilómetros y kilómetros de luces centellantes que  se derraman en el mar. Los termómetros indican veintiún grados. Ya en tierra todos son conducidos a un sector del restaurante del aeropuerto, donde mesas ataviadas con manteles azules y rojos invitan a servirse licuados de fruta y abundantes sandwiches. Son múltiples las atenciones que brinda la compañía.

 Se sorprenden observando el incesante ir y venir de aviones.

Con el inicio del día veintiocho se reinicia el viaje, ahora rumbo a Madrid.

Tienen que sobrevolar el mar inmenso y solitario. Para distraerles en la larga travesía, proyectan la película “Un hombre y una mujer” en dos pantallas suspendidas del techo de la cabina. Los auriculares a los que acceden mediante algún dólar, les permite oír el doblaje y también música selecta en otros canales.

Té y bocadillos a las tres de una inusual madrugada indican el fin de la velada. Las luces se apagan.  A las siete, con la claridad invadiendo todos los rincones, empieza a anunciarse el desayuno. Previamente la mayoría ya se ha refrescado y hecho  abuso del refinado perfume francés que estaba en el baño, invitante…

Pasada la hora diez el avión desciende en Madrid. La luz diurna le ha quitado el esplendor de las ciudades anteriores. Ahora sólo contemplan fábricas y sembradíos, tierras rojizas y mesetas.

En tierra otra vez les invitan con otro refrigerio. Toda la visión de la ciudad no sobrepasa los límites del aeropuerto. Una hora después se produce el despegue hacia París destino de la nave y el transporte. Algunos como ellos permanecerán allí apenas algún día antes de que otro avión les permita trasponer fronteras.

El trayecto es corto tal vez hora y media. La despedida es un almuerzo tan apetitoso como todo lo anterior. Es el punto final a un tiempo que solamente perdura en los relojes que indicaron la partida. Ahora París despierta de la siesta con la hora local, las dieciséis y veinticinco.

El descenso es inminente en Orly. El vuelo ha sido maravilloso. Se han sentido altivos jinetes cabalgando un blanco Pegaso a doce mil metros de altura y sobre copos de algodón.

Los cuerpos parecen más leves. Temporalmente el espíritu triunfa sobre la carne.

 

Deberían brincar de alegría al arribar a la célebre ciudad, pero el cansancio, los  trámites,   vuelven impasibles  a los forasteros. El aeropuerto resulta casi sobrecogedor. ¡Tan lujoso!  Rebasa cualquier fantasía. Verdes y aterciopeladas  alfombras. Cuidado hasta en sus mínimos detalles, y ellos allí. minúsculos  entre la multitud cosmopolita. Espigadas  y rubias vikingas  regresando de sus vacaciones estivales, latinos, negros elegantes, chinos. Todos compartiendo el ir y venir de una ciudad  muy especial.

En posesión  ya del equipaje y reservado el vuelo a Milán van al centro de la ciudad. Un ómnibus los lleva. En la Terminal alguien les sugiere un hotel cercano al que llegan en un taxi. El hotel es pequeño pero de buen aspecto. La habitación que les destinan está en un tercer piso .Tiene ventana y balcón que da a una calle transitada y ruidosa: El confort del hotel no corresponde a la categoría que indica. Tiene varias carencias. No obstante es París.

Luego de un breve descanso se lanzan a la aventura, una sin pretensiones mayores dado el tiempo que han decidido permanecer  en el país. Les impresionan las amplias avenidas  más que los museos. Se complacen   en recorrer en la noche  las veredas calladas. Los edificios no les parecen muy atrayentes. Es un estilo que no admiran, pero no se sienten competentes  para crítica alguna. Fachadas  aplanadas con pocos adornos y relieves. Los balcones al ras, cubiertos por persianas ponen un toque distinto que no conocían. Pero están más interesados en conocer la idiosincrasia y el alma de los pueblos.

La noche los abraza. Coches pasan con vertiginosa rapidez, pero el tránsito es sumamente ordenado y la ciudad muy limpia. El barrio que recorren está lleno de casas de antigüedades. Múltiples arañas de caireles, candelabros de bronce, jarrones.

Las mujeres que cruzan en su andar sin destino visten con sencillez. Pocas visten minifalda, y atraen la atención de muchas miradas. Parece que no es muy común su uso.

 La pareja mira  los escaparates. Precios exorbitantes. ¿Qué sueldos, qué ingresos permiten  al ciudadano común acceder a esta mercancía? ¿O está reservada a una élite elegante y privilegiada? ¿Cómo vive una familia tipo? Estas interrogantes quedan  sin respuesta. El medio y la barrera idiomática impiden cualquier diálogo fluido, todo acercamiento inquisidor. Continúan  por ello en  muda observación sin respuestas.

Un taxímetro les cobra cuatro francos, lo mismo un changador. Diecisiete francos es la cuenta que  presenta el mozo, luego de haberles servido vino, té y unos enormes emparedados  de jamón, preparados en el momento con un pan oscuro y con corteza, cortado en gruesas rebanadas. Graciosa circunstancia aquella, cuando el camarero  les preguntara por señas si realmente eran   seis los sándwiches solicitados. El temor a haber comprendido mal  aquel pedido se intercambia con la sorpresa  al recibirlos. Aquella fuente con porciones tan grandes, causan la sonrisa fugaz, incluso, de los paseantes que desde la vereda admiran  la aparente voracidad. ¡Y pensar que entraron  a aquel local, porque desde un letrero bastante grande, ofrecía sándwiches y pedirlos era fácil, teniendo en cuenta que no es tanto lo que recuerdan de su Francés liceal.

     Las telas que se muestran en la vereda no les parecen a simple vista de muy alta calidad, tampoco los trajes de hombre que a quince mil pesos uruguayos, son  en esos  años y para ellos, una suma altísima y desproporcionada.

Muchos jóvenes con barba descuidada pasan a su l Varios chinos y negros les recuerdan que están en París.

La mujer parisina tipo, podría ser una uruguayita más por las calles montevideanas. Estatura media, a veces algo más, cabellos castaños o rubios, pocas morenas. Lo llevan desordenado, mostrando casi con orgullo su desaliño. Puntas desparejas o desteñidas, cortes pillete con largas patillas.

Ellos ya casi no se detienen frente a las vidrieras, apenas  los atrae aquel grueso tapado a cuadros marrones y blancos, o el suntuoso vestido de noche en seda turquesa y galón plateado que atraviesa la falda en franjas hasta el ruedo. Nada más. Poco para rescatar del noctámbulo paseo.

Al día siguiente van al correo vecino, casi frente a la Facultad de Medicina.  Creen haber leído que la calle se llama De Los Santos Padres.

El funcionario del correo mira con avidez de coleccionista, la dirección de las cartas, pregunta la nacionalidad de los remitentes y tras intercambiar algunas frases, acepta las monedas de modesta aleación y poco valor, cual si fueran acuñadas en oro de veinticuatro quilates. Todo eso gracias a la inscripción que recordaba al  pequeño país sudamericano, del cual, no eran muchos los hijos que se lanzaban a cruzar mares o cielos, por aquel año. 

Reanudan el camino. Las calles de París son como verán después en casi toda Europa, muy distintas a las de Uruguay. A menudo truncas, abiertas cual abanico en diversas direcciones, con curvas inusitadas que los invitan a perderse.

Valiéndose de un taxi y de cuatro dólares con diez, llegan a la Torre Eiffel. El gigantesco artefacto de metal que habían observado a través de innumerables publicaciones, hoy es una sorprendente realidad, imponente y cercana. Fruto de la tecnología, de las Matemáticas, y del ingenio. Valorada por lo que significa como triunfo del hombre, a ellos les parece desnuda y fría. Carece de la suave dulzura de las estatuas de mármol o del cuadro inspirado de famoso pintor. No hay en ella espíritu, o alma aparente; en su creación,  sin embargo, cuántos desvelos y ambiciones habrá volcado en ella el osado ingeniero. El monumento es  un gigante que ha perdido sus carnes, pero también es, una inmensa joya de filigrana, que sería más vistosa si dorada fuera. El Hierro o el acero les hablan  solamente de equilibrio y de fortaleza.    Compran algunas baratijas alusivas al pie de la Torre; quioscos numerosos los incitan. Luego el ascenso en aquel desnudo elevador que carga más de cincuenta personas a la vez .Hay tres  pisos, tres  boletos, tres etapas. Todo ello sujeto a las posibilidades, al coraje o a la tentación de los turistas. El importe de los diferentes tramos oscila entre los dos y los siete francos. Ya arriba, todo es maravilloso, deben recomponer su juicio sobre la ciudad.  Se ha enriquecido mostrando frondas y jardines. El Sena se ve surcado de vaporcitos que pasan veloces bajo los puentes. Miles de techos grises con pequeñísimas caídas y minúsculas cúpulas. No falta un barrio modelo contrastando sus rascacielos con el resto de los edificios uniformemente pintados de crema.

Plátanos amarilleando en este estío tardío que insiste en permanecer. Y más allá la Catedral, el Museo, los jardines. Todo visto  con la prisa de viajero fugaz y sin demoras. Bellezas de épocas de esplendor ya muy lejanas.

Un muchacho sentado casi a los pies de la torre, los observa y los oye. Se levanta presuroso blandiendo una cámara fotográfica. Desea ser captado en aquel entorno. Es un estudiante argentino que a través de la distancia se siente hermanado con los caminantes. Sonrisas, simpatía, añoranzas en aquel París cosmopolita e indiferente.

Indiferente sí y tanto, que no tiene reparos en sentar  a una misma mesa  a compartir el desayuno a los esposos uruguayos con  otos hindúes que visten su traje tradicional. No hay diálogo posible a pesar de la intimidad del momento. Nada puede sorprender.  

El almuerzo es saboreado en un restaurante pequeño y original. Todo parece rústico. No advierten que tal vez es “elegantemente” rústico. El techo descansa sobre vigas de madera ennegrecida. Mazorcas de maíz cuelgan del techo. Una hoz cuelga de un tirante, lo mismo ristras de ajos. Frutas y verduras frescas perfuman las mesas. Manteles individuales de rafia trenzada cubren parte de la mesa y  un gallo y un pavo real tejidos en paja completan el decorado.  La comida es muy buena. La inexperiencia los ha conducido a ese local selecto y la abultada suma que pagan por el consumo, no les permite dudas. Mil quinientos pesos uruguayos por un plato, bebida y frutas.

Luego de un corto y rápido recorrido por la ciudad, vuelven al hotel, levantan las valijas y van directamente al parque aéreo que rebosa distinción.

Digno de las personalidades más representativas, pero abierto también a aquellos que con ojos muy abiertos, parecen vivir un sueño de Aladino

¡Ah! ¿Y las calles de París, cómo olvidarlas? Las curvas, el tráfico veloz y al mismo tiempo  ordenado. Miles de automóviles integran la incesante caravana, casi todos modelos de los años sesenta, la mayoría de consumo económico y fabricación europea.

Cuánta prolijidad, botes para basura están colocados por todos lados. Los  transeúntes no vacila en atravesar la concurridísima calle para  utilizar su servicio y dejar las colillas de cigarrillos o un minúsculo papel. Los policías de tránsito, impecables en su uniforme  azul con quepis y guantes blancos tipo mosquetero, cuidan que las normas se cumplan.

Los viajeros, a punto de abandonar París, conservan en los labios todavía, el dulce sabor de las uvas y duraznos de setiembre. Dejan vagar un poco más la mirada extasiada por la verde moqueta del bar del aeropuerto, por las escaleras mecánicas y por el incesante ir y venir de  gente que viste con desenfado audaces minifaldas o con fingido recato faldas hasta el tobillo. Vestidos y trajes de telas alegres y veraniegas, junto a tapados con cuellos de piel  o terciopelo. Muy diversa es la procedencia y el destino de los turistas que pasan por Orly.

     Un barrio despreocupado de casitas de techos rojos, muy cercana al aeropuerto les sonríe. Es su última visión de “La ciudad Luz”. A las dieciocho y treinta horas, a bordo de un avión de Alitalia marchan hacia Milán.

Un “Spuntino” té, café y una especie de aperitivo les sirven con prontitud.

       

                                            Llegada a destino

 

Media hora después llegan a Milán cuyo aeropuerto es también amplio y moderno.

¡Por fin, Italia!

Un ómnibus los acerca  a la estación del ferrocarril, allí está la terminal de autobuses. La estación es imponente, llena de esculturas. Una inmensa escalinata conduce a los andenes.  Allí pueden arribar hasta veinte trenes en forma simultánea. Por un tramo intensísimo éstos pasan bajo un techo iluminado como cielo estrellado. En el majestuoso edificio se  ofrecen

Servicios múltiples, desde peluquería a cine, pasando por albergue y baños públicos Un changador lleva a pie las valijas hasta un vecino  hotel, que queda apenas dos cuadras. Se llama hotel Garda. A ellos les parece  espléndido. Un dormitorio con  amueblamiento funcional, parqué y baño interno

La escalinata y el piso de los pasillos del hotel están realizados en mármol blanco.

     A las veintidós horas del día veintinueve se lanzan a la conquista de Milán. Les parece más acogedora y sonriente que París. Paseantes más alegres, comercios más iluminados. Los precios son elevados, pero no tanto. Un café cuesta veinte pesos. Nuevamente saborean uvas, blancas esta vez. La partida hacia  Padua será al día siguiente. Ya volverán a  Milán antes del regreso y entonces recorrerán sus calles, descubrirán sus maravillas.

Al mediodía antes de abordar el tren, visitan las cercanías, envían tarjetas a familiares y amigos.

El tren es muy cómodo, cada compartimiento  tiene capacidad para ocho personas. Desde allí ven la campaña italiana. Parece aledaños de pueblos. Campos divididos en pequeñas fracciones verdes, trabajadas con indudable dedicación. Tierra fértil gracias a generaciones laboriosas. Es una colcha donde destacan cuadritos marrones y verde intenso que cubre  hasta las cercanías de las cumbres de los cerros. Los viñedos forman un techo fresco y macizo que ella confunde con los silvestres  campos de Uruguay.

No hay en la zona montañas elevadas, apenas cerros redondeados. En la ciudad de Padua se hace un trasbordo de trenes. Llegan a Este a las cinco de la tarde.

Nadie los espera en la estación, deliberadamente han omitido comunicar la hora del arribo. La ciudad es muy antigua, edificada en torno a un castillo semiderruído que tiene más de mil años. 

 

                                             El reencuentro

 

Un viejo auto de alquiler los acerca a la casa paterna, donde el padre, ya octogenario, una

hija y dos nietos comparten la emoción  del reencuentro tras la larga ausencia. La visitante ha participado de sentimientos y alegría. Más tarde llegan otros hermanos envueltos en la misma emoción. Roban horas al descanso y a la noche  para platicar  acerca del ayer, de lejanías…

El día siguiente y los posteriores, dedican ratos a visitar la ciudad. Él está sediento de recorrer sus calles y orgulloso de mostrarlas.

El castillo construido  en ladrillo y piedra encierra un bellísimo parque, césped cuidado, frondosos jardines. Tras  una reja, curiosos, contemplan dos enormes  osos pardos.

Hay allí un valioso museo, que ocupa los primeros puestos en su género, entre todos los de Europa. El mismo conserva utensilios y restos humanos encontrados en frecuentes excavaciones efectuadas en las cercanías, restos que datan algunos del 4000 al 2000 A.C.

En los jardines, antiguas y hermosas estatuas mutiladas recuerdan un pasado muy lejano.

La ciudad milenaria, tiene calles  largas y curvas que se unen  en algún punto. Techos de dos o cuatro caídas cubiertos de tejas, otrora rojas, han empalidecido hoy por la acción de los años.

Siete veces ha sido destruida la ciudad y otras tantas,  rehecha. Aparentemente más vieja que la misma Padua, puede ser un tesoro para cualquier historiador.

Numerosos cursos de agua y puentes  enriquecen  a la ciudad dándole mucha originalidad y misterio.

Hacia un lado, en la falda de una gran colina desde la que se divisa toda la ciudad, está “La Pineta”sombrío bosque de pinos bordeado de un sendero angosto. Todo esto tras el castillo. Rematando la cima, una vieja villa que según cuentan hospedó en algún tiempo a Lord Byron.

El pequeño auto  que han alquilado  les permite recorrer los cerros vecinos. Así visitan muchos pueblitos de “I Colli Eugani”o los cerros eugáneos, dicho en español.

Carreteras asfaltadas ascienden en zigzag. Disminuyen así la brusquedad de la subida.

Muy diferentes al cerro gris, rocoso, a veces reluciente que contemplan día a día frente a la amplia ventana en su Uruguay, aquí las elevaciones permiten un cultivo que se arrima muy cerca de las cimas.

Edificios prolijos, hermosos y típicos dan calidez al entorno.

Todos muy vecinos entre sí, los pueblitos casi aldeas, indican que en un pasado integraron la populosa ciudad que fue Este y que sin dudas abarcó un radio de diez o quince kilómetros.  Luego, como fruto de un cataclismo, quedaron esparcidos acá y allá, intercalados con zonas verdes y coloridas de productiva flora. Al finalizar la cadena de cerros la vista descansa en una gran llanura, el comienzo de la misma lo marca la ciudad.  En la lejanía, buscando el horizonte se tropieza con múltiples poblados que alegran el paisaje con su diversidad.

Octubre se ha iniciado para ellos, con desusada prisa. Tienen el afán de devorar si no distancias, al menos  visiones bellas y cercanas. Es día cinco y descubren nuevos asentamientos. Descansan en los valles o en las diversas  alturas de las serranías. Es imposible encontrar senderos logrados por el pasaje continuo y permanente de animales o de gente. . Los trillos no existen, tampoco los caminos borrosos de balasto nuevo. Aquí los senderos son tan buenos como las carreteras que recuerdan; cintas grises que se extienden allá  en sus pagos. La campaña  posee todo el adelanto moderno. Luces de mercurio iluminan los caminos, señales cuidadosas indican los diversos accidentes topográficos y los nombres de las poblaciones. Bares, estaciones de aprovisionamiento de combustible y otros locales, ofrecen sus servicios en los collados como en los más cotizados centros de recreo.

Se detienen en Valsanzibio, distante quince kilómetros de Este; tiene el encanto de su época de esplendor. Creado en 1600 y hoy propiedad de unos nobles romanos, cautiva con sus jardines, diez hectáreas de extensión, con una villa que aparece entre las frondas. Hay estatuas en los surtidores, y pequeñas lagunas donde destacan gallardos cisnes negros. Paredes macizas de arbustos, podados con formas geométricas, círculos, rectángulos, torres, forman un impenetrable laberinto de cuatro kilómetros, en el cual es muy fácil perderse, si no se cuenta con la ayuda de un guía. Hoy, el esposo oficia de tal, mientras ella temblorosa ante las sombras que se acentúan en el ocaso pronto a expirar, recorre las sinuosidades del paseo. Se siente casi paralizada por un temor que va naciendo a medida que la noche se aproxima, pero no quiere mostrarse débil. De tanto en tanto la voz riente de él, la tranquiliza e impulsa a continuar. Por fin tras un inusitado recodo, encuentra la salida.

Turistas de todo el mundo visitan también esos lugares. Predominan los alemanes, pero ellos son los últimos visitantes de la tarde y sólo ante ellos desfilan las damas luciendo galas por los jardines. Oyen el roce de las sedas sonoras, los suspiros en los balcones y algún fugaz beso de enamorados junto a la cómplice fuente. Es la hora del encantamiento, de las evocaciones, de los sueños. Hora de fantasías. La divina Eulalia quizás reía en esta villa, pero como dijera Gutiérrez Nájera:”Y todo ya muy lejos, todo ido…”

Los viajeros reanudan su marcha envueltos todavía en la magia de los jazmines.

Tresto es el pueblo que visitan otro día. Anualmente tiene lugar aquí una “sagra”, especie de festividad religiosa con feria y juegos diversos, muy conocida en los alrededores. Ya ha pasado el evento cuando llegan aunque aún el pasto muestra las huellas de la misma. Es muy frecuente en la Europa católica y turística que cada población de relativa importancia, aproveche el día del Santo Patrón que se atribuye, para realizar estas fiestas. En otras hay justas al estilo del Medioevo, con trajes de ese período, Loterías en la Plaza y hasta un ajedrez gigante con piezas auténticas. Por supuesto, las diferentes comunas o municipios, tratan   que las fechas de las mismas no se superpongan para lograr atractivos durante todo el año.

      El día siguiente será dedicado para visitar el Museo de Este. Ven múltiples secciones, desde el Paleolítico hasta la Edad de los Metales, en lo que a Prehistoria se refiere. Es evidente que  ha existido una muy antigua y adelantada civilización  en esa zona.

Se  muestran mazas y cuchillos, estatuillas de la fertilidad, alfileres de prender, collares de cuentas. Hay restos de hasta 6000 años A.C. Pero también se exhiben piezas de vidrio y cerámica muy  posteriores, bustos de mármol, ánforas  reconstruídas, escudos de guerra, vidrio soplado, botellitas en este material y tacitas para libaciones que parece  que se arrojaban al río luego de algún rito desconocido.  Los restos humanos que se conservan parecen haber pertenecido a una raza de elevada estatura.  Hay otras salas que tiene restos del período Pre- Románico y del Románico. Aquí aparecen estatuas y utensilios muy interesantes.

     Al día siguiente visitan Montagnana, ciudad entre murallas que conserva casi intactos los muros y la torre. Actualmente la ciudad trasciende en mucho, la muralla. La puerta de acero ya no levanta el puente levadizo. La iglesia es un monumento histórico de alto techo abovedado. El interior es austero y simple. Las pinturas de las paredes laterales les parecen de valor. El resto está desnudo. Un altar revestido en oro muestra el único lujo. Posee sin embargo, espacio, cosa de lo que carecen otras iglesias atiborradas de objetos y ofrendas.

Quién sabe por qué, ella la encuentra sencilla y agradable y es con placer que firma el grueso libro que ofrece sus páginas abiertas a la entrada, junto a aquellas sorprendentes puertas que tal vez sobrepasen los cuatro metros de altura.

     En días posteriores visitan Hospedaleto,  Palugana y Tresto, que además de la Feria tiene el valor de haber sido la cuna de la madre del esposo. Son pueblitos pequeños pero simpáticos, y además no le han robado mucho tiempo, dada su cercanía, a la permanencia en la casa junto al padre. No han olvidado que éste ha sido el principal motivo del viaje soñado.

 

                                                  Hacia Venecia

 

Ha llegado el momento de visitar a la hermana mayor, eso les permite iniciar un viaje maravilloso hacia Venecia que queda muy cercana. El auto pasa por Monsélice, Bataglia y Padua. Deliberadamente han dejado la autopista para visitar pequeños pueblos. Es una vía paralela que fuera antiguamente la ruta principal. Van pasando Stra, Dolo, Mira, Mirano, Mestre. Venecia está  ya cercana. Un enorme puente de nueve kilómetros atraviesa el mar. Aparece enseguida la última fracción de tierra firme con grandes edificios, actuales rascacielos y una enorme plaza de estacionamiento, mar metálico y brillante donde dejan el auto. Debe emprenderse a pie, la conquista de la ciudad. Prontamente aparecen puentes grandes y pequeñitos, arcos de escalinatas que cruzan los canales. Los recibe un fresco aire marino. El agua agitada por los canales es de un verde intenso. Se internan en estrechas callejuelas, edificios antiguos, corroídos en su base, por el continuo golpeteo de las olas van apareciendo ante  los ojos  asombrados de la esposa. Él se mueve permanentemente en su medio, en las visiones viejas, en el idioma y en el dialecto propio. Está en casa. Góndolas y botecillos esperan amarrados. Veloces y elegantes vaporcitos de lustrada madera,  con la bandera italiana flameando en la popa recorren los canales. Especie de autobuses acuáticos, que acortan los caminos o conducen a las diferentes islas.

Algunos románticos turistas prefieren el silencio de la góndola para disfrutar del recorrido, Otros, enamorados, eligen el arrullo de acordeones y de cánticos. Ellos optan por caminar. Contemplan vidrieras, recuerdos, cristales, mercados flotantes que desde alguna góndola ofrecen frutas y verduras.

Más de ciento cincuenta canales, cuatrocientos puentes impiden penetrar en sólo un día el alma de la ciudad. Muchas preguntas para llegar a la plaza, muchos: “diritto” y siempre curvas antes de desembocar en San Marcos. Un incesante y alocado aletear de palomas los recibe. Saben ya de su existencia, pero no imaginaban cuántas. Adquieren como muchos, dos cartuchos de papel llenos de granos de maíz y pronto las patas de varias aves enredan los cabellos, produciendo, sorpresa, risas y un qué de temor. Son impetuosas e insaciables. Pronto se marchan  hacia otras manos generosas que gastan las cien liras con placer.

Alrededor de la plaza se levantan la vieja y la nueva “Procuratura” y la Iglesia  de San Marcos. El estilo arquitectónico es una  fusión de  arte  románico, gótico y bizantino. Tiene primorosos y minúsculos mosaicos, mármoles y esculturas. El campanario de noventa y nueve metros y la torre del reloj de fines del siglo XV con la estatua de los moros que golpean  el reloj, son bellísimas reliquias que agregan atractivo a la ciudad. Por su parte, el León de San Marcos al costado de la Iglesia, completamente dorado está sobre un gran reloj, cuyo mecanismo se desconoce, pero que desde hace siglos marca la hora exacta.

Junto a las Cúpulas se ven cuatro caballos dorados. Todos los adornos, traídos desde Constantinopla por los cruzados aumenta el toque bizantino que caracteriza a Venecia.

El piso de la basílica está constituido  por pequeñísimos mosaicos, que dan mucho interés a la construcción.  Un poco más adelante el Palacio Ducal,  construido en mármol blanco, en estilo gótico veneciano, data del  814. El Palacio da a la Laguna y en ésta, varias islas ofrecen su atractivo. El Lido, que es el balneario de la ciudad, Murano que tiene la importantísima fábrica de cristal, y otras.

Regresan y se detienen  en un restaurante  agradable. El mozo habla correcto español. Lo descubrieron luego que  el esposo pidiera vino tinto en lugar de rosso como debería haber dicho. Preguntó enseguida si eran españoles y desde ese momento solamente usó para ellos esa Lengua. Terminado el almuerzo, realmente muy bueno, y de costo moderado, volvieron a la calle. Dos turistas alemanes preguntan por la Plaza de San Marcos; antes que ellos, un modesto barre- calles, se adelanta  y responde presuroso y con soltura. Todo indica  que la ciudad está planificada  para comodidad y deleite del turista.

Este viaje en solitario, puede impedir que visiten los lugares de mayor interés para la mayoría, pero la libertad de planificar su itinerario, o dejarse llevar al acaso, no tiene precio para ellos. Lo que más les impresiona, es observar  la vida que fluye en los caminos que recorren, en los barrios que visitan Eso les gusta, son felices. 

Toman un “vaporetto y se dirigen al Lido. Las calles  son sencillas. Automóviles marchan alegres por cualquier calle. Es tierra firme. Todos los restaurantes  muestran menús  fijos y accesibles en pizarrones. Hay también lugares más selectos y misteriosos. Encuentran uno que desciende hasta la arena, lo eligen. Saborean un exquisito té con masitas. El mar está a su alcance. Ella no puede resistir la tentación de acercarse al Adriático, allí se moja rostro y manos. Por supuesto, el otoño avanzado no le permite más. Regresan, ascienden,  y retoman  la calle. Nuevamente suben al vaporcito que cruza la Laguna. Caminan otro poco y vuelven al automóvil. Llevan algunos pequeños objetos que han adquirido como testimonio de su corto pero inolvidable  pasaje por la ciudad. 

Mogliano Veneto es la ciudad que visitan después. Familiares los  hospedan con alegría durante varios días. Desde allí no es difícil dirigirse a las montañas. Las Dolomitas serán la meta fácilmente alcanzable en un bellísimo día. Prontamente  van   dejando atrás ciudades y pueblos. Pasan Treviso, Conegliano, San Giacomo, Vittorio Véneto, El Lago de Santa Croce, hermosísimo y cristalino, rodeado de montañas, parece un retazo del  cielo que refleja. un azul intenso y purísimo. El esposo revive viejas emociones, ella enmudece ante lo nuevo e inusitado. El ascenso continúa,  Belluno queda a un lado. Atraviesan el Ponte Dell´Alpe y llegan a Longarone. Un nombre apenas, prendido en este escalofriante montón de escombros que ayer fuera un pueblo. Tétrico desierto bajo el cual yacen los numerosos desaparecidos en una noche de horror, cuando una  represa rompió sus contenciones, y el agua,  provocando aplastante alud cayó sobre la dormida población  La pequeña estatua de una virgen, se yergue donde antes estuvo la capilla, para algunos salvada milagrosamente, para otros levantada con piedad de entre las ruinas.

La marcha se reinicia, pasan Ospitale, Pesarolo, Pieve del Cadore, cuna de Tiziano. Una estatua erigida en el centro de la plaza así lo indica. Siguen ascendiendo, hacen una pequeña pausa en San Vito de Cadore. Los habitantes no llevan prisa; esperan todavía las primeras nevadas y con ellas la avalancha de turistas que siempre llega. Pero es temprano todavía. Se vive un ambiente pueblerino de paz y casi recogimiento. Una pequeña iglesia de oscura madera y cúpulas arábigas o bizantinas reposa recostada a las altas montañas. Cortina D´Ampezzo aparece después. Verdadera estación de turismo invernal, tiene elegantes y modernas construcciones en madera cuidadosamente barnizada.  Los campos de esquí, verdean este otoño. Un elevadísimo trampolín espera solitario al arriesgado atleta que se arroje a deslizarse veloz por la extensión de nieve, igual que las gradas, ahora  mudas, al entusiasta espectador.

Hay un importante estadio. Diez liras y ya están en el interior del mismo. Un pequeño jardín de florcitas multicolores les sonríe. La madera lustrada resplandece al sol. El recinto se ha inaugurado en las pasadas olimpíadas invernales.  Sobre una losa están inscriptos los nombres de los competidores premiados.

Ya han alcanzado los 1224 metros de altitud, pero el ascenso continúa.

Bosques de coníferas se observan hacia arriba y hacia abajo. Pinos amarillos, rojizos, anaranjados, verdes…Montañas desnudas, rocosas, algunas con cierta vegetación y otras con cumbres nevadas observan impávidas el ascenso de los viajeros tempraneros.

Ya han Llegado a Tres Cruces, pasan Misurina lago magnífico bordeado de montañas a 1775 metros. Espejo curioso donde en invierno se reúnen patinadores de todo el Mundo.

     Pieles, adornos, objetos como recuerdos en ante y  gamuza es lo que ofrecen los comercios que llaman al turista.

Van quedando atrás grises cintas de rutas asfaltadas y otras viboreantes van apareciendo ante  sus ojos azorados. Hermosos animales corren furtivos por la zona, invisibles casi a la mirada poco avizora. Son ciervos, alces o especies similares.

La subida continúa hasta los pies de las Tres Cimas de Lavaredo, que alzan su mole hasta alcanzar los tres mil metros.. El refugio Auronzo, en la base de estas montañas es un sitio cálido donde puede gustarse una bebida,  encontrar un descanso, pernoctar o adquirir un souvenir. Permanecen  poco tiempo en el mismo, edificado a dos mil cuatrocientos metros, y emprenden el retorno.

     Nieves eternas se muestran tentadoras, pero no son alpinistas, apenas visitantes de momento. Hacia abajo divisan muchas cimas. Se sienten  águilas altivas en aquel paraíso donde el aire es más puro y el frío más que herir, acaricia.  Desde allí contemplan entre dos altísimas cumbres al Pueblo Auronzo, faja de valle angosto, que más podría creerse cauce de río, que poblado importante.

Las aldeas de montaña olvidadas del progreso, ya no existen, no en estos lugares. La civilización ha conquistado los más remotos y escondidos rincones de la Italia Norte. Este pueblo tiene muchos kilómetros de largo. Muy abajo advierten nuevamente al Lago Misurina. Toman otra ruta distinta a la del ascenso, pasan por Auronzo y Pieve…entonces retoman el camino anterior. ¡Cuántas coníferas, cuánta belleza, cuánta paz!

Cae la noche, pasan aldeas iluminadas.

Próximos a Treviso los sorprende una densa niebla. El esposo casi había olvidado ese aspecto de los otoños e inviernos de su  patria, ahora está temeroso ante esa falta de claridad que desafiara tantas veces. El conducir es difícil; los automóviles que les preceden sirven de ocasional guía para no desviarse de la ruta. Caravanas de coches avanzan con lentitud, intentando adivinar lo que esconde el  pesado manto que cae sobre el camino.

     Es viernes trece cuando vuelven a Este. No lleva este día ninguna carga especial de mágico presagio, marca tan sólo, el tiempo transcurrido. Se detienen en Padua, capital de la Provincia homónima. Es una bella ciudad. La Basílica de San Antonio, como un imán atrae a todo peregrino. Ellos no escapan a ese magnetismo y se sienten grandemente impresionados ante las obras artísticas que atesora. Existe allí un aislamiento del mundo exterior, total y sorprendente. La luz natural no penetra en este claustro y una sensación agobiante los sofoca. La pobre luz interior procede de fuentes artificiales. La iglesia tiene forma de un largo corredor a cuyos lados se levanta ya un altar, ya incontables vitrinas recargadas de riquísimos objetos ofrendados por los fieles.  Un patio externo, posterior, ofrece libros, postales, medallas  y otros objetos a los visitantes.

Al salir de la Iglesia atraviesan una plaza flanqueada por estatuas de mármol.

Se detienen frente a la Universidad, antiquísimo y famoso centro de cultura, donde la Medicina y el Derecho tienen gran jerarquía aunque por supuesto capacita en múltiples disciplinas. Las sombras nocturnas los atrapan al regreso.

Dos días después vagan por “i dintorni”.como en dialecto véneto se refieren a los alrededores.

 El castillo de Balvona, en Lozzo es entonces el centro de su atención. Hermoso y pequeño, está siendo restaurado para hacer de él una hostería. Durante la Segunda Guerra Mundial, fue ocupado por el ejército alemán y entre sus muros encerró prisioneros. El interior tiene curiosa arquitectura. Arcos bajos forman parte del grueso muro dando más consistencia si es posible a las paredes de piedra y ladrillo.

Los días siguientes permiten otros trayectos. Van a Vicenza, a Montecchio Maggiore, a Alte. Se detienen en  este último puesto. Un hermano vive allí. Es una ciudad industrial  moderna, de calles anchas y algún rascacielos. Construída después de la guerra en torno a la importantísima fábrica metalúrgica de Ceccato. Posee una iglesia nueva, acorde a la ciudad. Es realmente una cosa extrañísima ver su desnuda fachada de ladrillo descubierto y sin ningún adorno. Frente a ella una hermosa plazoleta con  generosa fuente que vierte abundantes y artísticos chorros de agua fresca. En el centro de la ciudad un bar llamado México los llama. Tal vez piensan que alguien hablará Español.  Eso no sucede, pero encuentran bajos sillones muy confortables en un rincón, luego un salón adornado en típico estilo mejicano, dibujos de gallos de riña y sombreros de grandes alas, son todo el decorado.

 

                                                 Montescos y Capuletos

 

En Montecchio, el mayor atractivo lo constituyen dos castillos que parece inspiraron a Shakespeare para crear su célebre Romeo y Julieta. Construidos uno frente al otro en sendos cerros, llaman a los numerosos turistas. Ingresando al camino de acceso, pues es un paseo rural, encuentran primero a la derecha al de Romeo. Está situado en un plano ligeramente inferior a su vecino. Por supuesto es necesario pagar para entrar. Un Guía les explica cuándo y por quienes fue construído. Según su versión, los jóvenes amantes que eran veroneses, se habrían conocido y enamorado en un período de estadía en esos, sus castillos. La pareja de viajeros junto a una comitiva de turistas ascienden hasta lo alto de la torre y luego bajan hasta el subsuelo, especie de prisión cuyas paredes muestran oscuras manchas amarronadas,  que la imaginería podría suponer que fueran de sangre. La torre pobremente iluminada con luz eléctrica, permite ver debajo, el patio central y un pozo con brocal, que parece un aljibe, aunque ninguna cañería desagua en éste. El portero les vende un folleto con  una escueta historia de la construcción y de las familias de los enamorados. Al oír el Español Rioplatense, el guía los sorprende, cantando el tango “Adiós Muchachos” aprendido según les dijo, en 1931, cuando estuvo radicado en Buenos Aires.

Ellos continúan el paseo y se detienen en el castillo de Julieta, que muestra un balcón, construido como la ventana en una madera ennegrecida. La torre casi derrumbada no permite el acceso. Hay en cambio una amplia terraza que tiene instalados poderosos lentes, que permiten contemplar la inmensa e inacabable llanura vicentina. En la parte de abajo funciona un restaurante con el nombre de los célebres amantes.

Inmersos  en  ese clima de leyenda y amor, regresan a la casa que los hospeda.

El día siguiente van a Verona, ciudad muy hermosa donde no falta tampoco el balcón, para tejer la misma historia.

 Se detienen frente a la Arena, pero no la recorren. No hay funciones en esos días. Muchas esculturas engalanan la ciudad. La visita no es larga, quieren visitar el Lago de Garda, bellísima extensión de agua, que se extiende desde la llanura al pie de las montañas. La  claridad de sus aguas es tanta que permite distinguir un objeto aún a gran profundidad. La ribera está llena de numerosos  balnearios con múltiples atractivos donde pululan turistas alemanes.

Variadas embarcaciones están surtas en sus muelles y a lo lejos divisan uno que otro velero de llamativos colores.     

     Visitan Vicenza. Es también muy bonita. El recorrido es fugaz, casi como si participaran de esas excursiones que apenas permiten sacarse fotos en cada  puesto. No es esto lo que ellos buscan, nunca lo ha sido. Simplemente ven que las hojas del almanaque caen inexorablemente y es mucho lo que desean conocer. El Monte Bérico, les parece más interesante. Es una colina, en cuya ladera se ha levantado un blanco muro, con finas columnas y algunas esculturas.

 Un museo histórico y un monumento en honor de los carabineros caídos en la Primera guerra están vecinos. La estatua representa a un teniente cuyo pecho desnudo asoma por la abierta camisa. El pie calzado con pesada bota, la cabeza descubierta. A su lado, un pequeño montículo en mármol, simboliza la alta cumbre en la que muchas águilas se han posado en actitud de emprender el vuelo.

  Un poco más arriba  hay una iglesia de paredes labradas, ancho friso de mármol y muchas esculturas. El interior es lujoso y lleno de obras de arte. La figura de una encorvada viejecilla que parece haber tenido una  visión, se repite en el altar y en la parte posterior. Se ha representado también a un pontífice y a una virgen deslumbrante, ricamente engalanada con collar y corona de fino y brillante oro.

Luego de bajar el cerro, tropiezan con otra iglesia, modernísima, construída en madera. La forma octogonal de la misma le da un aspecto de aplanada cúpula.

 

                                                 Hacia otra cumbre 

 

Los invitan a un nuevo ascenso a las Dolomitas, esta vez solamente hasta una altura de mil doscientos metros. Se trata del Monte Pasubio. Allí un  monumento se ha erigido en memoria de los innumerables caídos en cruentos enfrentamientos entre austriacos e italianos en la Gran Guerra. Inmenso mausoleo que recoge más de trece mil italianos y seiscientos contrarios. Algunos nombres grabados en el mármol identifica a los menos, la mayoría, desconocidos, yacen reunidos en la tumba en una paz sin nacionalismos ni banderas. A través de cristales aparecen visiones alucinantes, cráneos lustrosos, cuencas vacías, testimonios mudos de un ayer en que se troncharon abruptamente sus vidas prometedoras e inocentes.

     Ingresando por la parte opuesta encuentran una capilla con frescos de soldados valerosos. Un faro y una emotiva inscripción, son el homenaje que el Rey dejó a los heroicos caídos.  Cercano hay un museo histórico, que casualmente está en su día de descanso. Desde lejos ven expuestos al sol algunos viejos uniformes y capas.  Adentro está   lo demás, armas, trofeos, todo aquello que estuvo presente en aquellas luchas sin por qué.

Al lado se venden tarjetas y banderines. Dos cañones, uno de cada nacionalidad cierran el sendero que conduce al Osario. Una Cajita con Stelle Alpine(las flores de esas montañas), ofrecen su ocre y aterciopelada mercadería. Los viajeros eligen algunas y depositan  varias monedas junto a otras que invitan a ser imitadas. Leen también una inscripción que exhorta a la reverencia y prohibe entrar al recinto desabrochado, sin saco, con desorden o algarabía. Todo señala la solemnidad y el respeto exigido.

Esa soleada tarde otoñal emprenden el regreso pasando por Recoaro y las importantísimas fábricas textiles Marzotto, de renombre en el mundo entero.

                                      

Adentrándose en el Medioevo

 

Suave, lugarejo de aspecto campesino, famoso por sus vinos, especialmente espumantes, los recibe al siguiente día. Gran parte del pueblo está encerrado entre los muros de un castillo. En el corazón del mismo, sobre la parte  más alta de la colina se yergue todavía, gracias a algunas refacciones la otrora mansión del Señor que dominaba la región.

Unas inmensas llaves, por embrujo de una significativa cantidad de liras corren el cerrojo y se abren las altísimas puertas por las que pasan al interior.

El Medioevo está allí, casi intacto como esperándolos. Numerosas armaduras, cotas de malla, yelmos, lanzas, espadas, mazas, hachas y el casi cuadrado lecho de estopa, llenan la sala de armas. Aparece una escalera exterior cuyo pasamanos esculturado  muestra  de

tanto en tanto, una cabeza con yelmo, éste cada vez más levantado a medida que avanza, hasta dejar el rostro descubierto al final. Aquella oscura época está presente en la tétrica torre que muestra instrumentos de martirio y muerte.

  Entre las paredes cuyo espesor alcanza los cuatro metros, cayeron en un ayer, despedazados los cuerpos de enemigos.

La Edad Media está también presente en la espaciosa sala que corona la escalera. Está en el gran hogar que abre las fauces ávida de gruesos leños. Está en el curioso asiento de tallada madera cuyo respaldo se mueve como hamaca y permite además sentarse de espaldas o de frente al fuego reparador. El Medioevo se respira en los blasones de las nobles familias aliadas al Señor, en los cuadros de Lucía dell´Scala y  la otra dama de igual familia y en aquel que muestra a Dante Alighieri, huésped allí una larga temporada. El colorido cielorraso con dibujos geométricos pone un toque de luz. Aparecen otras armaduras y una muy especial, toda labrada que luce en el pecho el escudo de familia, sin dudas la del amo.

La piedra fundamental los retrotrae al 1100. La sala inmediata es un comedor de muebles oscuros y muy tallados, sillas con adornos como filigranas y en la cabecera en  un asiento más alto en cuyo respaldo aparecen grabadas  más cabezas con yelmos, vemos acomodarse la volátil sombra del Feudal.

El armario o Credenza, habla de antiguos fulgores. Tal vez escapando a aquel serio período podría evaluarse en unos quince millones de liras de 1967, pero los viajeros no quieren dejar el 1300. La mesa engalanada con refinada vajilla que parece esperar suculentos pero insípidos manjares, las copas de cristal el vino que calma la sed luego de justas y desafíos. Pero todo aquello que luce en la mesa no es lo auténtico sino una cuidada imitación. Los platos originales, empequeñecidos en fragmentos numerosos, contenidos en pequeñas vitrinas,  no sobrevivieron seguramente a la familia de origen

Pero  a pesar de las restauraciones, el oscuro período ha revivido instalado en el dormitorio austero, en el lecho de madera, en la silla, en el lavabo de bronce al que llega el agua que le provee un recipiente más alto con canilla, y está en los escudos y espadas que completan el severo decorado.                      

      Antes de dar el paso hacia el Presente que los aguarda ¿Monótono o promisorio? ¿En avanzada o retroceso?, estampan sus firmas en el álbum destinado a los visitantes, para dejar constancia que un día, por un momento, fueron partícipes  de tiempos de oscurantismo y poderío, de muerte, de valor, de riqueza y austeridad simultáneas, de ignorancia, de una de las épocas más discutidas en la historia del hombre.

En los muros de afuera del castillo leen esta inscripción:”Este castillo surgido en el Medioevo, encerrado entre los muros, fue destruído, restaurado por los Scalaghieri y ampliado en el siglo XV por la República de Venezia”

             

                         1892 Julio Gamuzzoni (Senador del Reino)

 

Dos caminos unen al castillo con el tiempo actual, uno amplio, para recorrer en automóvil. Éste muere junto a una puerta abierta ex profeso, vecino al puente levadizo, hoy inmóvil.

Eligen el otro más largo y escabroso. Se detienen junto a la cerrada capilla y atisban a través de la ventana. En el altar la estatua en leño de un santo. Algunos árboles bordean el camino, también flores.

En un pequeño bar beben una copa de vino áureo y delicioso. Calma un poco la sed provocada por el descenso pronunciado y por las profundas emociones

 

                                        Otro Adiós (Rumbo al retorno)

 

Por último la dolorosa despedida del padre y de los familiares.

 Marchan hacia Milán.

Esta vez pueden conocer el corazón de la ciudad. Visitan la majestuosa catedral gótica del Duomo cuya construcción tardó más de quinientos años. Todavía hay detalles sin concluír. Pero infinitas agujas de mármol apuntan al cielo y entre ellas, en la cúpula, una virgen de oro domina una gran extensión. El interior de la iglesia es amplísimo. Admiran bellas y coloridas pinturas. Vitrales multicolores reproducen escenas e imágenes sacras. Grandes e imponentes columnas se muestran con orgullo. Allá adentro la Cripta de San Carlo es una pequeña joya donde los más preciados y tallados mármoles compiten  en belleza.

.    Los muros exteriores de la Catedral están ennegrecidos por el tiempo, por los agentes químicos y la persistente humedad de una ciudad multitudinaria, industrial y neblinosa.  Sin embargo en la parte superior se advierte el tinte original, un bellísimo rosado.

Puertas gigantescas de bronce, ornadas con figuras bíblicas o católicas en relieve, indican la maestría de la realización.

Enfrente de la catedral hay una plaza donde se levanta  el monumento ecuestre del Rey Victorio Manuel II que da un toque de solemnidad.

Hacia un costado se abre una original galería que lleva el mismo nombre de la plaza. Tiene forma de cruz en su interior, completamente techado de vidrio, lo que permite el ingreso de la luz solar. Diríamos que parecen  dos amplias avenidas que se cruzan a cielo abierto.

En primorosas  vidrieras lucen los artículos más refinados de la ciudad, de Italia y quizás del mundo todo. Allí está la famosísima confitería Motta con sus Panettones y otras exquisiteces, nucleando a lo más graneado de la sociedad. Un poco más adelante Alemagna, compite en calidad y categoría en el mismo rubro. Al fin de la galería una pequeña placita con la estatua de Leonardo Da Vinci en un cantero circular, rico en flores plantadas con arte, y sustituídas con frecuencia, para brindar una imagen de eterno jardín. Las florcitas sonríen en el otoño milanés.

El teatro Alla Scala está enfrente, sencillo, de tinte amarillento,. La fachada no destaca. El esplendor, la magia están  adentro, en las noches de gala en las que todo músico o cantante sueña con actuar.

 En ese momento no es temporada de ópera, por lo que se conforman con haberlo conocido. La calle en que se encuentran es una de las más aristocráticas de la ciudad. Pieles, calzado, lamé, pedrería, precios que ofenden casi en el desparpajo de los cartelillos. Las miradas no quieren detenerse en los zapatos dorados, rojos, turquesa… Mundo de fantasías, de Cenicienta antes de Medianoche. Noches fabulosas a las que pocos acceden.

El fulgor se desvanece. Advierten que la ciudad es muy extendida, que el movimiento es incesante, que Vive, con mayúscula.

El camino de los viajeros no se detendrá todavía, ni allí.

 Surcarán otra vez el cielo hacia destinos  nuevos. El primero de los vuelos los llevará a Roma.

 Las distancias la miden con la hora, ochenta minutos de travesía. La nave se detiene con gran suavidad. Cumplidos los requisitos de aduana en Fiumicino, un taxista se acerca prontamente, cuando los oye hablar. Su idioma ha sido enseguida reconocido, y busca apresurado en su memoria algunas palabras que muestren su identificación con la Lengua, aunque posee un marcadísimo acento romano. El esposo por supuesto, lo entiende perfectamente, pero está muy cómodo como turista y no quiere desencantarlo, mostrándose compatriota. Los italianos son muy acogedores y amables con los extranjeros, alguien de igual nacionalidad, sería una decepción. Se enteran que vivió nueve años en Argentina, trabajando como buzo.

Le piden los conduzca hacia un hotel adecuado y él parte rápido hacia El Vaticano. El Hotel San Pedro, no muy lujoso, pero cómodo y funcional, con buena calefacción, cuarto en suite, los hospeda esa y otras noches. Dejan el equipaje y se meten en la ciudad como les gusta hacer. Unos caminantes más, anónimos  y curiosos. Por el momento apenas recorren las inmediaciones. Una pequeña desilusión. Las calles no son tan pulcras ni cuidadas como las de París o Milán. Piensan como descargo, que ese no es el centro de la ciudad. Entran en una cafetería. No hay asientos, de pie junto al mostrador se reconfortan con el humeante y oloroso líquido. Tras una breve caminata llegan a un restaurante. Desde afuera el aspecto les parece confiable para sus bolsillos no muy abultados. El interior está decorado para que parezca antiguo, demasiado. Tiene algo de catacumba y un qué de Medioevo. En parte de las paredes, la falta de reboque muestra ladrillos al descubierto. Una luz suave y rojiza brinda cierta tibia intimidad. Dos pizzas redondas como el  plato, vino y limonada es lo que consumen. La cuenta les confirma lo que ya sospechaban, habían elegido nuevamente un lugar selecto disfrazado de descuidada cantina.

Cosas que pasan a menudo a quienes se  manejan solos y sin guías. El familiar de un cuñado, es la conexión que esperaban y al otro día, cómodamente instalados en auto, con un

conocedor como el conductor, recorren la ciudad de los Césares. Lo primero es la Basílica de San Pedro. La plaza circundada de columnas, tiene en el centro un magnífico obelisco, único y altísimo bloque de mármol, traído de Egipto.

Sobre cada columna descansa una estatua. Suben la amplísima escalinata y penetran en la iglesia. Más que recogimiento, lo que experimentan es reverencia hacia los artistas que han logrado este milagro. Es la conjunción de arte, buen gusto, genialidad en aquello que parece un inmenso museo.  Es imposible describir cuánta belleza y riqueza están reunidos en la espaciosa y clarísima sala. Es difícil hablar de esa diáfana claridad. Si alguien imaginara el cielo prometido, tal vez lo pensara así. Pero no tiene el casi triste misticismo de todas las catedrales que han visto anteriormente. Lo católico, con sus bondades o sus excesos, no aparece reflejado aquí, ni siquiera por las incontables figuras de su santoral. Un pagano,

un protestante, un judío o un islamita, por mencionar algunos credos, se hubiera sentido como ellos encantados con tanta belleza que no recuerdan clero ni ideologías. Los pliegues de las vestiduras, los rasgos de los rostros, solamente alguien muy privilegiado podría haberlos obtenido de mármoles y granito. La presencia de innumerables turistas, especialmente japoneses, con guías, hablando las lenguas más diversas le quita todo carácter de religiosidad exclusiva.

 Mármoles inmaculados en su blancura, rosados como la flor, rojos, purpúreos. Un pavimento de ajustadas combinaciones de mármol y el techo artesonado en oro. Entre toda aquella maravilla se detienen ante una piedra blanca y rojiza, transformada en manto del que emerge la muerte y dos jóvenes bellísimas. No entienden la alegoría, pero sí la fineza del tallador y del cincel. El altar y el sitial para el Papa son áureos y demasiado suntuosos.

La tumba de San Pedro está adornada con flores laminadas de oro exquisitamente trabajado.  El tiempo se ha detenido. Contemplan lo mismo que vieron generaciones precedentes, y que verán, si Dios lo quiere, aquellas que han de sucederles.

No creen que los fieles se arrodillen ante esas estatuas, han perdido el atractivo para la

silenciosa meditación, que alguien puede encontrar, si católico fuera, en una sencilla ermita. Esto es gigantesco y por lo tanto universal. No encontraron un templo, sino un espectacular Museo de Arte.

 Se alejan de San Pedro y comienzan una gira ágil, didáctica, oportuna..

Suben al Gianicolo, colina desde donde se ve la ciudad, que no es muy grande en cuanto a la parte antigua, el Castillo circular de Sant’Angelo( en el que de desarrolla la ópera Tosca). En el centro de la ciudad las casas  se aprietan. Más lejos una franja de intenso verde les indica Villa Borghesi.

En la colina en que se encuentran un cañón da la señal de mediodía. Justamente están allí en ese momento. Una estatua de Garibaldi junto a su esposa Anita, los sorprende gratamente. Descienden del automóvil. Se detienen al lado de una fuente a la que llega el agua desde kilómetros de distancia. Es la Fontana de San Pietro in Montorio. Luego van al Campidoglio, en otra colina menor. Aparecen allí vestigios  numerosos de la civilización romana y egipcia. Otra fuente y   las ruinas del Senado, columnas unas en pie todavía, otras truncas, varias caídas…

 Plaza Venecia muestra El Altar de la Patria, monumento casi contemporáneo que pretende copiar el esplendor del Imperio, lográndolo realmente.

La sucesión de visitas se agilita, así ante ellos  desfilan, La Scalinata Ara Coeli, los foros imperiales, una basílica, el Arco de triunfo y el Coliseo. Acá se detienen. Inmenso, derribado en gran parte,  reconstruido en otras, tiene, no obstante aquel signo de poderío; les habla del Emperador, del Cristianismo, de mártires y fieras, del terror y  la lujuria.

Paredes muy gruesas y muy altas, oscuridad y vacío, reflectores que hacen surgir sombras fantasmagóricas… Una cruz señala piadosa el lugar donde tantos cayeron en aras de una fe naciente. Tras ella una pequeñísima capilla iluminada

Con cierto pesar dejan el circo y van a Piazza Spagna, allí otra rumorosa fuente simula una pequeña embarcación. Están frente a la Trinitá dei Monti, inmensa escalinata en ocasiones ornada de azaleas multicolores. Ese día está desnuda, pero es igualmente bella. Parece en ese momento el reino de los hippies; mocetones rubios con el cabello en cascada sobre los hombros cubiertos con ajustada chaqueta. Airosas muchachas cuelgan de sus brazos; en oposición llevan el cabello desafiantemente cortado con rebaje. Es la imagen que rescatan en ese instante, en ese año. Mañana serán otras costumbres, otros jóvenes,  pero tal vez sirva este rincón a enamorados audaces y desprejuiciados Por la amplitud y los múltiples escalones sería propicia para el descenso de una reina y su séquito.

Pasan luego por Via Véneto, centellantes letreros indican las compañías aéreas, navieras, cambios… Rincón de turismo internacional.

Ellos, viajeros modestos, conducidos por un romano amabilísimo, desde el interior del automóvil reparan levemente en los negocios  caros y ostentosamente iluminados. La noche es soberana en esta calle, pero no intentan introducirse en ese mundo extraño y ajeno. Van en busca de una velada cálida y familiar entre amigos, casi parientes. En el camino otra fuente los deslumbra, la estatua  de Poseidón, asido fuertemente a un pez, en actitud de saltar del agua. Luego arrojan  esperanzados las monedas en la Fontana de Trevi, ven el Panteón, el Palacio Quirinale, una vez Palacio Real, hoy Sede de Gobierno.

El día siguiente marca para ellos una nueva partida, dejan atrás a la ciudad  maravillosa. Pasan campos no muy verdecidos, no muy trabajados.  Encuentran cierta similitud con la lejana campaña de Uruguay. El clima de Roma es muy agradable, un hermoso sol los despide. El moderno aeropuerto está lleno de turistas, aparentemente  de clase media, españoles y portugueses, quizás peregrinos rumbo al Vaticano. No es el ambiente tan refinado de Milán o París

 

                                          Italia es ya un recuerdo

 

Una hora y media de vuelo los acerca a Ginebra. Italia ya quedó en su corazón. Un colchón de blancas,  crespas nubes, parecen sostener a la nave. Luego avistan montañas nevadas. Se sienten soberanos de las cumbres heladas. Apenas sobrevuelan el Monte Blanco, aparece el agua verde del Lago de Ginebra o Lemán

Un aeropuerto pequeño los espera. Los funcionarios no intentan comprender otros idiomas aparte de su Francés. Otro viajero, oficia de ocasional intérprete y les auxilia en sus trámites. En un ómnibus,  cuyo guarda es una mujer, llegan a la estación del ferrocarril. Allí sí, el Italiano es hablado con la fluidez del nativo. Sin dudas son extranjeros radicados en Suiza. Poco después arriban a Lausana. Les parece una ciudad bonita.  El corazón de la misma está en una cima ligeramente alejada del lago. Se llega allí en un Metro, que no es subterráneo. Corre apenas un poco debajo del nivel del suelo y une la ribera  con la parte más elevada, o sea el centro.

El trayecto dura cinco minutos aunque se detiene en cinco estaciones. Cuando se detienen en la parte superior los sorprende ver como se cruzan las calles en dos niveles. Parece una ciudad sobre otra. Puede subirse al plano superior por ascensor o por escalinatas. Encuentran negocios bellísimos, colmados de luces, suntuosos escaparates, artículos de gran lujo.

Más de dos días disfrutan de la ciudad y de la gratísima compañía de la hermana y familia. Después regresan a Ginebra. La ciudad es espléndida, señorial, austera. Urbe de bancos, reino  que concentra el dinero del Mundo. Quizás por ello no les resulta tan serena y despreocupada. No es tan fresca como Lausana. Vive aquí un primo afectuoso que los agasaja espléndidamente en el breve tiempo que tienen para permanecer en la ciudad. Pero la hora del vuelo está próxima y acompañados de cuñado y primo, se dirigen al aeropuerto. Tras un largo rato de espera vuelven las inevitables despedidas. Niza es ahora el nuevo puerto.

 La Costa Azul sonriente los recibe luego de cincuenta minutos de vuelo. Han disfrutado durante el mismo  paisajes muy bellos. Dejan las montañas y se acercan al mar, tanto, que la autopista está prácticamente en la costa. Sobrevolaron un Montecarlo embellecido por los rayos de un sol casi estival a pesar de que es Noviembre.

Un puerto aéreo sin formalidades ni pretensiones es lo que encuentran esta vez. Todos entienden Italiano aunque pocos lo hablan. Pequeñas muñecas con trajes regionales

sonríen esperando comprador, junto a costosos perfumes y delicados pañuelos.

La extensa rambla que comienza en el aeropuerto, llega al centro de la ciudad y más allá, prolongándose hacia Cannes y acompañando a un mar límpido y azul.

Edificios elegantes y modernos se alzan junto a la ruta.

  Un castillo que aloja a un museo naval aparece repentinamente a los pies de una colina, se extiende hasta lo alto de la misma. Allí en la cumbre rompe una rumorosa cascada  y se ve un amplio parque. Un poco más adelante, enclavado en la entraña misma del monte un monumento recuerda a los mártires caídos en la guerra del dieciocho. Casualmente ellos están allí el 11 de noviembre cuando está lleno de ofrendas florales.  Desandando el camino,  van al centro de la ciudad. A pocas cuadras del mar, un cómodo hotel los hospeda. Ellos no cargan equipaje, casi todo lo han dejado en el depósito de la aerolínea. Un tercer piso y un 113 indican la habitación que ocupa.

En la tarde visitan un parque con una fuente y esculturas en mármol, más fuentes y otro monumento junto al mar. Un puentecito los obliga a detenerse. Un manto de luces cubre otra loma que muere en el mar.

 

                                        Hacia el idioma de todos los días

 

 Al día siguiente parten en un avión de Pan Am.  hacia Barcelona. El Douglas tiene como destino Nueva York, pero hace escala en España. El viaje no dura una hora, pero les alcanza para contemplar ciudades, mar y las áridas sierras. Ya no se advierte blanco ni azul, el panorama es totalmente amarronado. El aeropuerto está desierto. Es un local precario con cielorraso de lona. El aeropuerto futuro está en plena construcción o reparación.

Un autobús los arrima al centro de la ciudad. Dejan  las valijas en la agencia de Iberia y van al Hotel España, que les fuera recomendado. La ciudad es grande, tiene edificios modernos y rascacielos, pero el sector en que se han hospedado está relativamente cerca del puerto. Las calles estrechas casi no permiten el pasaje de vehículos, aun cuando algunos  se aventuran  a trepar por la vereda,  acorralando a algún peatón desprevenido como ellos.

Muchos bares y “colmaos” negocios de anticuarios, otros que venden objetos típicos: castañuelas, botellas de licor con forma de bailarinas  andaluzas, de racimos de uva, de toreros, botas de cuero para contener vino.

El hotel de estilo colonial con un comedor pulcro y espacioso los recibe. Frisos y cuadros adornan la pared. La habitación que eligen está en un primer piso, sobre el primer tramo de una amplísima escalinata de mármol. El ascensor está  disponible, pero su muda invitación,  no es aceptada, para un trayecto tan breve.

     Barcelona huele a mar, a peces a mariscos, a frutas. Todo confundido con el acre olor que despiden las chimeneas de las fábricas. Es una típica ciudad portuaria. Sin dudas más lejos, hay otro aroma, pero ellos se sienten atraídos por el Mediterráneo al  que se acercan  una y mil veces en sus caminatas diurnas. Campos sin cultivar se extienden en los aledaños. El otoño los ha pintado de amarillo.

     El edificio de correos está junto al puerto; es muy hermoso. Muy cercano un obelisco de bronce  que culmina en esfera. Mundo simbólico sobre el cual un Colón visionario se posa majestuoso, brazo e índice extendidos hacia el mar que promete sorpresas y algo más.

Hay quien pone reparos en que este importante monumento esté aquí en Cataluña y no en Palos, puerto de partida para el gran viaje. Pero en el momento del homenaje, del recuerdo, España toda es propulsora de la magna hazaña. El Mediterráneo es el mar de los marinos europeos que se aventuraron a dejar sus tierras. A la pareja el simbolismo no los impresiona ni molesta, y, provenientes como son de América, justifican que en un puerto de España, de Europa, o varios a la vez, la figura del almirante se perpetúe para siempre.

     Llega la noche parpadeante de letreros que les guiñan envolviéndolos en colorida sonrisa.

Una espaciosa vereda,  rambla florecida, da un respiro al transeúnte que huye del rápido e incesante circular de vehículos. ¡La ciudad entera va de paseo!

Los barcelonses se vuelcan a las calles, jóvenes, niños y ancianos en amenos coloquios o juegos. Los sorprende un poco el promedio de baja estatura de la población. Ella cree haber encontrado la cuna de sus ancestros. Ahora medita  acerca del carácter  de sus coterráneos No han heredado la alegría, el espíritu de diversión de los pueblos latinos que han visitado. Uruguay le parece un  pueblo circunspecto, algo resignado, no de demasiadas salidas ni jolgorios. Acaso los conquistadores o los posteriores colonos  perdieron en el viaje, todo aquel  aparente  desborde de risas para adoptar la callada  e indiferente  vida del conquistado. No mucho quedó de él, pero tal vez en las cuchillas flota todavía un toque  contagiante de su mudo pasaje.  

Visitan un completísimo zoológico que  posee animales de las más alejadas regiones y de los climas más diversos. Ven un museo y un lago pequeño, donde focas amaestradas y acróbatas hacen las delicias de los observadores.

La catedral los atrae como siempre al viajero, arte de pueblo, resumen de su historia y creencias. El  frente está labrado como fina filigrana. El interior, conformado por corredores laterales que rodean un altar único y central les parece algo oscuro y triste. Sin                embargo de las sombras emergen doradas esculturas y pinturas valiosas. Se siente allí, el recogimiento casi agobiante que ella sintiera en San Antonio De Padua.  Piensa  que Dios  estaría  más contenido en las bellas montañas, el mar abierto, el cálido hogar, o una iglesia llena de su luz.

Afuera en cambio  un espectáculo muy colorido Corceles enjaezados espléndidamente en el patio inmediato con jinetes ataviados con extraña vestimenta. Es la atracción de fieles y paseantes que se detienen. No se atreven ellos a preguntar por el significado de aquella función entre circense y conmemorativa y se alejan con las incógnitas que no se develaron. 

También pasan por la Iglesia de Nuestra Señora, bellísima e inconclusa joya arquitectónica, símbolo de Barcelona, que expone su fachada primorosa como cofre lujosamente labrado, pero lamentablemente vacío.

     El día siguiente es domingo. Desde temprano grandes afiches engalanan la ciudad. La corrida será a las cuatro. La plaza circular, circo o arena, donde hombres y bestias expondrán su vida  con un  resultado de muerte, triunfos o llanto, para brindar a los espectadores ávidos de emociones, de color o de sangre. Ellos no asistirán a la misma.  No lo ansían. Han visto muchas en el cine. Seguramente el espectáculo en vivo les resultaría doloroso. No lo comprenden. Para ello deberían haber nacido en España, donde es como un rito, un arte fino y simbólico  que jamás comprenderán. Y sin embargos cuántas personas visitan España atraídas por las mismas. Y gritan y ovacionan, ríen y lloran ante el colorido  drama donde hay arena  y sangre, valentía, inconciencia, sol y sombras. Necesariamente habrá un vencedor y una víctima no está preparada para aquello. De donde vienen, el ganado pasta libre por las colinas y praderas Un golpe en  el testuz marca la silenciosa y necesaria muerte  antes de convertirse en alimento. Pero no pueden juzgar esas  costumbres muy arraigadas en una sociedad, costumbres que seguirán siendo un atractivo para multitudes.

No están arrepentidos de no haberla presenciado. Tal vez el dinero que conservan tampoco lo habría permitido, pero no habían pensado en ello.

 Siempre en  la calle, se sacuden la aspereza que ha rozado su alma. Pasan un arco de triunfo y muchas fuentes que con su alegre frescura cantan a la vida.

Cuatro días permanecen en la ciudad. Cuatro días de placer, emociones, descubrimientos, despreocupadas caminatas. Pero saben que esto es un paréntesis en sus vidas, un recuerdo para el mañana. Ahora deben marchar, y lo hacen en un Caravelle de Iberia. Destino:  Palma de Mallorca. Pasan  serenamente entre una cortina de grises nubes. A través de ellas ven el mar, los picachos de la isla, luego el contorno, algunas poblaciones menores. Finalmente sobrevuelan la ciudad hasta aterrizar en la misma. Van en autobús hasta la Terminal.

 Cerca de ésta,   el Hostal del Liceo, pequeño y agradable, donde pasan largas vacaciones muchos pensionistas alemanes los recibe  amablemente. Comida abundante y buena,  saborean platos típicos que  no conocían. El paseo por la ciudad les gusta sobremanera. Se internan  en callejuelas  estrechas y pobres, que parecen escapadas  de algún cuadro argelino. Todas las calles mueren junto al mar donde un murallón   muy gastado pretende detenerlas, cinturón costero que otrora debió ceñir a la ciudad.

      Algo más allá se distingue un  austero monasterio, y hacia las playas, alejadas del centro de la ciudad, se insinúa una rambla en plena construcción. Hacia ella se dirigen para tropezar con un barrio pobre y antiguo que les parece de pescadores. Casas bajas de techo plano, calles casi abruptas, sin asfalto, en desorden  que deprimen.

Pero ese era apenas un rincón del turístico balneario. Casualmente pasan por un paseo, esbozo de avenida que se llama Uruguay. El motivo del nombre les es desconocido, pero está en ese lugar para  recordarles la tierra lejana. La ciudad es grande y posee estilos muy variados.

El centro luce edificios, algo antiguos,  de varios pisos.  

Las calles se ensanchan allá pero aún encuentran pórticos, arcos, escalinatas que descienden en un mismo sentido.

Avanzando por la rambla se encuentran con un pequeño astillero frente al cual un puente giratorio permite internar en el mar a  las naves  luego de construidas, deteniendo en ese momento el tránsito. Desde una colina un castillo los observa.

La industria de las perlas es en la isla la más publicitada. Por doquier encuentran carteles de propaganda con esta inscripción: “Perlas Majorica”

El costo de vida es accesible para  quien llega de otros países europeos. También el clima es muy favorable. La temperatura oscila entre los dieciocho y veintitrés grados en todo el año. Esto atrae como un imán a personas nórdicas especialmente, aunque quizás invite  a aquellos de zonas tórridas o tropicales.

     Otra plaza de toros aparece ante ellos. Pero ya no hay corridas, ha pasado recién la temporada para esos eventos. Por eso se atreven a ingresar en ella. Las graderías están numeradas por debajo. Unas rejas separan las comunes de las que ocuparán personas distinguidas. Escalinatas posteriores conducen a los altos palcos. La arena ahora es poca y nos dicen que después se cubrirá de aserrín. Nos indican las puertas  que se levantarán cuando ingresen los toros. Nos vamos felices de conocer sin tener que vivir emociones muy fuertes.

En el puerto hay surtos muchos barcos y yates. Un portaviones se mantiene a prudente distancia. Sin dudas su calado le impide acercarse. En el lugar más privilegiado de la rambla, se ha construido un hotel de lujo que une su escalinata a un puente que como un arco, vuelca su carga de huéspedes a una piscina que se recuesta en el mar.

       Muchos centros nocturnos llaman con sus luces. El Molino de “Jack El Negro” parece a punto de caer, viejo achacoso y atrayente, saturado de salitre marino

Los paseos más visitados de la isla son las grutas de singular belleza. La más cercana de ellas, llamada de Génova, está apenas a cinco kilómetros. Luego, atravesando la isla están las más importantes, una de ellas es la de Hans. En las cercanías de la misma Federico Chopín y Aurora Dupin vivieron el mejor período de su célebre romance.   

Otras atracciones son los cortiles, campos y establecimientos destinados al toreo, donde por un precio accesible se puede disfrutar, si así puede decirse, del espectáculo taurino y ¿por qué no?, participar del mismo enfrentando a animales jóvenes y menos peligrosos.

 

                                        Madrid y el regreso.

 

Luego de otros cuatro días de grata permanencia, abandonan la ciudad. El destino es esta vez Madrid, inicio y fin de su gira europea.

La ciudad es hermosísima. Modernos rascacielos y construcciones muy ornamentadas y de aspecto palaciego.

Un hotel muy pequeño, más parecido a una pensión es su albergue. Está vecino a un magnífico paseo y a un museo etnológico importante. Apenas dos cuadras de la Plaza de La Cibeles y el bellísimo Palacio de las Comunicaciones.  El madrileño parece muy aficionado a las salidas nocturnas, hasta con los tres grados centígrados que les aporta ya aquel

 noviembre.

Vestidas con elegancia, mujeres de cuidadas y largas cabelleras van y vienen  hacia destinos desconocidos. Algunas viejecillas acurrucadas venden cigarros, castañas calientes, maníes con cáscara o pelados, solos o cubiertos de azúcar, chocolate o sal.

Muchos comercios muestran el refinamiento del cuero bien manufacturado, zapatos, bolsos, tapados y otras prendas. No son demasiado costosos. La lana lo es más. Se ven máquinas y herramientas fabricadas en países vecinos, especialmente en Italia, Alemania y Francia.

Por todos lados se observa la actividad de un pueblo afanoso de alcanzar un progreso que parece cercano.

Ven muchas fuentes, algunas con un giro curioso y rebuscado en las caídas de agua. La ciudad es muy extendida. Sus calles bulliciosas ascienden y descienden a menudo. Cines e iluminados teatros atraen al paseante. Por todos lados se nota un apresurado despertar del país.

Encuentran obreros que arreglan calles, amplían el recorrido del Metro, pernoctan en las esquinas en carpas entibiadas por el fuego que han encendido cerca.

La mayoría de los automóviles que pasan veloces por las avenidas son importados. Solamente el Seat y el Dodge, con directivas de origen, se fabrican en España.

Los edificios de esta capital, ese aire palaciego que muestra un esplendor, que a pesar del estancamiento de largos años no puede desaparecer. Tal vez por ser lo último que verán en este pasaje,  dificilmente se borrará de sus retinas. Hay un algo que a ella la enorgullece,  el saber que aunque lejanos algunos ancestros procedieron de esta tierra.

Dicen que lo bello es efímero,  este viaje parece confirmarlo.

      La noche del 21 de noviembre los ve ascender a la nave que los acercará a su hogar, a sus hijos, a su familia.

El sueño no se ha roto, el despertar es feliz y la memoria será fiel a este período que les deparó sorpresas, alegría, alguna pena, asombro y placer.

No quieren decir Adiós,  mejor ¡Hasta siempre Europa! “        

Mi padre, Juan Ángel Pereira

Hoy, sesenta años después, revivo la imagen de mi padre  a principios de la década del cuarenta.        

Ambos de la mano, iniciaremos juntos una marcha desde esos años hasta un pasado reciente. Describiremos también algo de su infancia en la cual me incluyo porque la he vivido a través de sus relatos.

   “Un mapa del Departamento de Maldonado cuelga de la pared del pequeño escritorio, en la blanca casita perdida entre médanos y pinares. Estamos situados en una casi niña  Punta del Este, entre las paradas diez y once de la costanera que da a la Playa Mansa.

La carta geográfica tiene a cada lado un cordón que al cruzarse indica los puntos diversos del minúsculo suelo. ¡Cómo si fuera necesario! Mi padre ha recorrido palmo a palmo  casi toda la zona que la figura muestra. Múltiples visitas a las casas de campaña o de ciudad. Extenuantes cabalgatas como funcionario o frecuente encuestador.

Ahora, treintañero, se sienta vecino al diseño tutelar y a sus muchos papeles.

Enfunda el uniforme verde-grisáceo de oficial de policía. Con frecuencia calza botas y éstas como sus correajes son tan lustrosos como la visera de su linda gorra. Es muy prolijo en su vestir, aunque casi nunca viste de civil. Alguna vez encarga a Introzzi, casa especializada en uniformes e impecables confecciones, algunas botas o casaquillas  que él considera necesarias y que no le han proporcionado. También mi mamá y yo  recibimos  en ocasiones, fino calzado  que él ha querido obsequiarnos. El catálogo ofreciendo sus múltiples artículos, llega con frecuencia.

El trabajo lo absorbe. Son pocas las horas que puede dedicarnos. Sin embargo se ve feliz, a pesar de los problemas inherentes a su cargo.

Posee tacto e inteligencia para alternar con los vecinos sencillos como él y los veraneantes que a menudo son políticos, diplomáticos, o extranjeros refinados y adinerados.

Su conducta está basada en la disciplina, el orden y la superación. Tiene la caligrafía armoniosa y hermosa de un maestro. Pero no es innata en él, sino el fruto de la perseverancia con que ha copiado Constitución y  Códigos, tarea ésta,  por supuesto voluntaria.

Por estos años ocupa un segundo puesto dada su edad, pero destaca en un primer plano según  sus dotes privilegiadas.

Su servicio está volcado a la Comunidad, pero reserva algunos ratos para  plantar rosales en nuestra casa, o para el baño veraniego en los calurosos mediodías, baño que compartimos juntos, mientras mamá a quien el mar no le cae muy bien, termina de preparar el almuerzo.  

 

Lo veo saborear blancas y jugosas ciruelas antes de dedicar quince minutos a una siesta reparadora. Regresa luego a su trabajo diario.

Con frecuencia cepilla el lustroso pelo de su caballo, llamado Defensor, al que muchas veces subo con confianza y ayuda. El período de tiempo en que nos hemos detenido  dista casi veinticinco años desde sus precoces viajes de cinco leguas, montado, desde el campo paterno al poblado más cercano, gorra en mano, cada vez que saluda a una persona mayor, responsable de cien recados importantes y con frescos ocho años de edad. Tal vez  ya pasaron más de quince, desde que naciera su última hermana con la que sus padres han alcanzado el bonito número de catorce hijos. 

Él es el primogénito, nacido en 1905.

Sin dudas ahora pensará muchas cosas acerca de los años pasados, como lo breve que ha sido su niñez, lo desconocidos que eran los juguetes comprados, lo raros que resultaban los regalos, lo desconocida que era la Navidad. ¡Papá Noel  aún no había descendido al  Hemisferio. Sur! y. difícilmente los Reyes Magos  se habrían detenido en  casas con tantos niños.

Ahora sabe que existen seis de enero  y saca fuerzas de su modesto sueldo para que yo tenga más de un obsequio en mis zapatos esperanzados.  Mi madre, todavía muy joven, recibe siempre un presente en esa fecha.

Las funciones de padre las cumple con total eficiencia. Está la sonrisa complacida, el beso cálido, las caricias sencillas y no demasiado efusivas.  

  . Se preocupa por la escuela, por la aplicación, la conducta y la asistencia. Lo veo oficiando de improvisado enfermero curando las heridas de aquellas severas quemaduras que sufrí dos años atrás. Manejaba tijeras y gasas, asesorado por el médico, logrando una curación tan exitosa que no dejó rastro alguno. Estoy convencida que solamente a él, le  habría permitido yo,  curarme, tanto era mi temor al sufrimiento. Con entereza, él había podido esconder ternura y pena ante mis llantos y ruegos.

   Mi madre rehuye esos momentos, es más débil y temerosa. Ella se preocupa por mis trenzas  prolijas, mis rodillas pulcras, por la blanca y almidonada túnica. Cuida mis catarros invernales y a veces comparte algún juego con mi muñeco preferido.

Cuando cambia cada estación del año, papá suele acercarse engañador, por las noches o madrugadas, con la cuchara escondida, el consabido aceite de ricino y un gajo de naranja en la otra mano. Por supuesto aquella tortura se la ha impuesto primero a sí mismo, es el rito usual en este tiempo.

   Mi padre marcha sin retrocesos y yo marcharé con él, para narrar su pasaje profundo por la vida. .

Va al campo. Allí sus botas solamente reposan vacías, en la calidez de su hogar. Yo he aprendido a quitárselas. Por lo menos es lo que me ha hecho creer. Me siento hábil y competente  hasta cuando caigo sentada con una de ellas en las manos.

Entre los pastizales no hay elegantes turistas, ni almuerzos  en mesas engalanadas. Faltan los múltiples cubiertos que con serenidad ha simulado conocer; aquí no se sirven comidas sofisticadas. Vuelve nuevamente a la roja carne ovina, a los aromáticos guisados de legumbres, a los frecuentes asados.

Su vida es más tranquila.

    El campo da lugar a la Villa. Es 1943, ahora, cuando nos asentamos en ella. Papá la encuentra  más extensa y mejorada. Ha iniciado aquí  su carrera policial a los diecisiete años. Ahora regresa con el cargo máximo. Se muestra más severo. Debe serlo. Hay vecinos colaboradores y gentiles, personas de bien, pero también está el jugador asiduo que en las noches no duerme y entre alcoholes y cartas pierde la dignidad, el dinero y la honradez.

Muchos niños no acuden a la escuela por negligencia de sus padres, por ignorancia de las leyes o porque son pequeños brazos para trabajos grandes.

Esas realidades no están insertas en los cánones que maneja ni en el orden que defiende este serio Comisario.

Pide colaboración a los maestros y éstos se la piden a él; se vincula fuertemente con el Consejo del Niño, convirtiéndose en el delegado local de esta institución. Toma todas las medidas para que la situación se revierta. Poco a poco todo va retornando a la normalidad.

   El fútbol es acá una verdadera batalla campal entre locales y visitantes, a menudo, carolinos. No todas las personas son sensatas y entonces se enfrenta  a un pueblo dividido: una mayoría que le agradece  y estimula, una minoría que lo odia o desafía. Sigue el camino recto, no permite vicios ni tentaciones peligrosas.

Austero, marca un límite que nadie debe sobrepasar. Apisona las calles de balasto en su pasaje nocturno e inspectivo En las tardes domingueras, suele montar su brioso corcel tordillo,”El Comadreja”, conocido parejero de Las Piedras, que retirado  de las cuadreras le  es obsequiado por un amigo. Ahora es su más celoso colaborador en el control  de los deportes.

El Tiempo nunca se detiene. . Pasan uno, dos, cinco, diez años. Durante ese período siempre ha rehusado las licencias reglamentarias, seguramente por temor a que su alejamiento momentáneo pudiera significar una alteración en su planificación.

Marcha ahora hacia un destino diferente. Tres hectáreas que ha adquirido en los aledaños de la Villa le esperan. Ha .hecho construir allí su casa para la hora de su retiro, y el mismo llega, por lo menos  así lo considera él.

 Con apenas cuarenta y ocho años y más de treinta y uno de servicios, declina ascensos que le son ofrecidos.  .   . 

No desea marcharse de esta población; sabe y siente que aquí cercanos están sus orígenes. No ha olvidado inquietudes, uniforme, galones, pero ha decidido volcar los años de un futuro que se presume largo a una vida bucólica y ancestral.

Le ofrecen cargos muy importantes que no acepta. Nadie sabe si son claudicaciones, nadie juzga el motivo. Como siempre su decisión es definitiva. No son los fracasos sin duda los que lo empujan, tal vez sea la certeza del deber cumplido y la satisfacción de la tranquilidad que deja tras de sí. Tras un homenaje popular, donde se congrega gran parte de la población, y alguien hace un encendido discurso, deja atrás esa etapa muy gravitatoria.

Ahora la oficina es su hogar. Integra alguna de las viejas Comisiones, asesora a vecinos que lo consultan, pero en las madrugadas ordeña a la vaca que da leche a su familia y a algunos vecinos que vienen a comprarla.

Cuando el sol entibia las mañanas, monta el caballo de turno y va a la  ahora ciudad a hacer sus compras y visitas. Pero los equinos envejecen, se enferman, mueren. Ya no soporta más  las pérdidas que le resultan muy dolorosas y decide no comprar nuevo caballo. En su lugar adquiere una motoneta.

Por las noches se levanta a controlar si está encendida la luz (madre artificial), de los rubios pollitos que hoy cría. A veces son quinientos, otras, mil.

Los días parecen cortos para tanta actividad, pero no le impiden a  ratos vigilar el sueño o el juego de sus nietos, mientras mi madre o yo cumplimos con nuestros trabajos de muy pocas horas. Los nietos  le han nacido cerca, casi en su propia casa.

Para el varón, trae el vaso de espumosa y tibia leche recién ordeñada. Para su hogar o el mío, las mejores hortalizas, legumbres o frutas de su quinta.

En mis cumpleaños, gusta llamar muy temprano a la puerta, la gallina más grande y más gorda, caliente y desplumada en una mano, mientras trae  en la otra el regalo que él mismo gusta elegir, y que como niño ansioso desea ser el primero en entregar.

Así entre su fe fortalecida, renovada, en aquel Dios que a veces descuidara, y su amor y preocupación por la familia a la que da consejos si se los piden, comentarios de su pasado, y ayuda frecuente,  va entrando en la ancianidad.

Es la enciclopedia  preferida  a la que recurrimos, hijos, nietos y biznietos. Pueden escapársele algunos conocimientos, pero está permanentemente actualizado. Ama la lectura. Sus textos preferidos son la Biblia, los libros de Historia que relee una y otra vez y La Mañana, su matutino preferido.  Tampoco pierde los informativos radiales. Escudriña hasta las más diminutas noticias, por eso está al corriente del último hoy,  como su memoria lo ata a los más lejanos ayeres.

Está sereno, tranquilo, a veces parece que ansía la paz definitiva. Sufre con  entereza una enfermedad que lo aqueja desde hace ya dos años y de la que supone no se repondrá. Así con lucidez plena llega al umbral de su partida. El sábado ya ha terminado. En la tarde ha tenido  incluso palabras y sonrisas para mí, para mamá, para mis hijos. Pero transpuestos sus noventa años no espera como antes a contemplar un nuevo amanecer, ni siquiera a recibir mi beso postrero. Tomado de la mano de su nieto, con mi madre vecina, se duerme confiado en el Más allá.

Wilma Pereira de Vaccaro         2004

Cantata en tiempo de nietos

Era una medianoche perezosa. Las blancas paredes y el nerviosismo se habían integrado al aire en  los semicallados corredores de la Sala de Maternidad.

Dos puertas se abrieron de pronto. Los relojes marcaban la hora cero del domingo 5 de  junio.-

Futuros padres intentaban disimular sus ansias con sonrisas leves, mientras varias abuelas intercambiaban pareceres, entrelazaban recuerdos, revivían ilusiones. Era el año 1988.- El sábado acababa de morir con su carga de incertidumbres y de sufrimientos. Las puertas se cerraron nuevamente tras la madre en ciernes y  el ginecólogo sonriente y optimista.

  Cinco minutos después  una lucecilla se encendió en el pasillo, señalaba la aparición de una nueva vida, y su tono rosado  confirmaba la sospecha de que esta vez era mujer.

   ¡Cuántos ayeres confluían en la genética de esa maravillosa creación! El padre aportaba un apellido germánico trasmitido a través de tres generaciones, un toque de americanismo y un fresco aroma de los cedros del Líbano. La madre en cambio un apellido itálico ingresado directamente por el abuelo y un algo de arraigada orientalidad por parte de otra abuela cuyos ancestros  europeos se pierden en el tiempo.

¿Qué surgiría de esa conjunción de razas? Seguramente un ser ennoblecido en tan espléndido crisol. Entonces eran apenas tres kilos distribuidos en cuarenta y ocho centímetros envueltos en tibia manta.

Atrevido montoncito de carne que osaba lanzar gritos estridentes en su abrirse a la vida.

La abuela se sentía inmensamente feliz. Lloraba emocionada. Tenía ya un bellísimo nietecito que aún no alcanzaba los dos años. Había nacido también  bajo los rigores de junio, un día catorce. Llevaba el mismo origen, miscelánea de razas y de pueblos en su sangre y era risa fresca y abrazo cariñoso. Pero cuando nació fue tanta la emoción y tantas las premuras, las inquietudes y los desvelos, que ella  no había tenido tiempo para la crónica, para la pluma, para el registro.

   Había sido necesario este nuevo soplo de vida para que comprendiera que debía ir contando los presentes, como antes los pasados.

    Ahora sonríe, espera. Uno de sus árboles ha florecido ya en dos brotes, repitiendo

curiosamente su comienzo  como madre. ¡Cuántos recuerdos y añoranzas reviven en sus brazos estremecidos!

El ayer era casi este hoy que es un poco más ajeno pero que va perpetuando  su leve pasaje por el siglo que no tardará mucho en desaparecer.

El abuelo llega presuroso al primer aviso, viene a ver a la nenita, pero muy especialmente a la hija que ha florecido prodigiosamente cual si fuera primavera.  Se encuentra satisfecho de que el destino ofreciera la primera cuna a la pequeña en el hermoso Hospital Italiano de Montevideo. Allí, inscripciones en su idioma natal, y una arquitectura conocida,  le hacen sentir como si el alumbramiento se hubiera producido en Italia. Para otro, eso no significaría mucho,  pero para  él, nostálgico  perenne aquel momento lo compensa de muchas claudicaciones y de tanta añoranza.

 Dos años después, un diecisiete de mayo un nuevo niño completa el terceto de nietos que les aporta la hija. Por motivos de salud, los abuelos están lejos. La alegría les llega por una llamada telefónica que efectúa su hijo,  feliz tío, en la madrugada de Uruguay. Están ajenos  en estas horas, pero a su regreso viven en el  primer saludo la sorpresa del parecido entre el nuevo y robusto nieto con el abuelo. El rostro muestra la misma boca y mejillas pero especialmente los ojos que parecen alargarse buscando lejanías. Es ya 1990 y el trébol perfumado da un toque de frescura a la feliz familia, que se siente renacer en cada una de las hojas. 

En alas de un nocturno

EN ALAS DE UN NOCTURNO

                                                  Extraña y emotiva historia de Bruneslav  Alessandrovich.

                                                    Datos recogidos por mi esposo, de quien “Don  Bruno                                                                                                                            fue amigo y frecuente confidente.

        Esa tarde se sentía particularmente deprimido. El otoño le provocaba cierta melancolía. Tal vez debía organizar un asadito. Mañana hablaría con Alberto o Eduardo para que reunieran a la barra. Sin dudas eso lo reanimaría.

   No se había  sentido muy bien últimamente. ¡Esa presión que a veces se disparaba!-Miró por la ventana. ¿Cuánto hacía que conocía la ciudad?  Posiblemente cerca de cuarenta años, desde la época en que trabajaba en la Constructora de los Reolón.  Cierto que después se había ido para Colonia y en Tarariras tuvo una empresa propia. Pero un día no hubo más casas para edificar.

Después tuvo aquella  oportunidad de establecerse  en Pan de Azúcar con una filial de almacenes de renombre. ¡Habían sido  días buenos aquellos, con la colaboración de la esposa laboriosa! Marchaba  entonces con frecuencia a Colonia y regresaba con quesos bien escogidos y  más solicitados.

 Sus hijas, las mellizas, ya  habían crecido.

     Un día la cadena  comercial desaparece y queda al frente  de un negocio propio. Entonces la esposa debió trabajar más. Él, sin saber por qué, había llegado a una etapa de la vida en la que se le amontonaron todas las frustraciones, las rebeldías y los fracasos.

Se sentía vacío, y con frecuencia trepaba a la camioneta y marchaba a compartir recuerdos  con algún amigo, o asados como el que hoy deseaba.

Hacía muchos años que había llegado a América. ¿Cuántos?-pensó.-Llegó en 1948. Argentina había sido la entrada. Al terminar la guerra estaba en Roma y los norteamericanos que ocupaban Italia lo habían hecho prisionero.  Su nacionalidad, polaco, más que a castigo los motivó a  dolor. En realidad había sido apenas una víctima de aquel pandemonium que acaba al fin. Le dieron dos opciones, repatriarse a su país arrasado  y paupérrimo o aceptar la visa de una de las pocas naciones dispuestas a acoger a ex -soldados del ejército alemán. Eligió Argentina.

Para entonces ya se había casado. De allí, familiares de la esposa  que vivían en Uruguay, lograron traerlos.

Todo eso lo recordaba ahora, aunque con cierta fatiga, pero antes… ¿Qué había pasado? ¿Cómo se había metido en esa guerra que ni siquiera había intuído?

Asomaban sus inquietos catorce años. ¡¿Cómo olvidarlo?! Hasta entonces andaba libre por las calles de Grandzen, su ciudad. También integraba una pequeña banda musical y hasta vestía un lindo uniforme. La madre y la hermana tenían mucho en que ocuparse para sobrevivir en un país frecuentemente deseado por los vecinos. Al padre lo había perdido cinco años atrás.

Polonia, rica en subsuelo y sitio estratégico era el punto de mira de ambiciones ajenas.

 Por eso, aquel ensombrecido setiembre de 1939, cuando vio avanzar a un ejército altanero precedido de una marcial y bellísima banda no tuvo miedo. Nadie lo había advertido de ellos. Su ingenuidad niña no lo hizo desconfiar de su presencia. Quedaron allí un tiempo y él se acercaba a menudo a oír los ensayos de la Banda. Los soldados no lo trataban mal. Eran unos jóvenes apenas mayores que él. Alguna vez lo invitaron a compartir su comida.  Pero lo más importante era que le permitían acercarse a observar aquellos bronces relucientes. Se sentía fuerte, algo sabía ya de música, posiblemente pudiera sacar sonidos gratos si se lo permitieran.

No supo entonces que su Patria en pocos días había quedado dividida en dos. Tras la entrada de aquellos soldados que tomaron la parte occidental, los rusos avanzaron por el Oriente.

Ni siquiera advirtió que la Banda no ejecutaba la Polonesa Heroica de Chopín. Tal vez era de Wagner esa marcha. Igualmente la encontraba hermosa.

Así, cuando el regimiento y su banda marcharon hacia nuevos destinos, un adolescente rubio y eslavo estaba entre los músicos.

Las sonrosadas mejillas se inflaban mientras boca y pulmones buscaban armoniosos sonidos.

Ahora, hoy, no recuerda si les pidió que lo llevaran o ellos se lo ofrecieron. Claro que aún gastaba sus catorce años. No pensó en la familia que dejaba o supuso que no llorarían su partida. Al fin, sería  una boca menos que alimentar en aquella tierra con huelgas y tantos conflictos internos.

Chopín y su rebeldía, se habían ido mucho antes que él naciera y el yugo posterior casi no se insinuaba todavía.

Pero los días pasaron  veloces igual que atravesaban las fronteras. La adolescencia iba quedando atrás desgarrada junto a sus sueños.

Tarde comprendió que las guerras no requieren siempre de fanfarrias, se necesitan soldados y debió serlo, por una causa ajena y contraria a los intereses de su patria. El torbellino lo incluyó en las tropas aparentemente insensibles que avanzaban siempre.  Alguna  vez lloró. Nadie lo supo. Fueron más las veces que con amargura apretó los puños y se tragó aquellos sollozos que pedían libertad.

Se hizo hombre cuando vio al primer muerto o se acercó al herido. Su carácter no era agresivo, no estaba formado para ello. Sin embargo pasó por  África  conduciendo tanque pesado. Roma marcó el fin de su errático camino. Después fue América y Uruguay.

………………………………………………………………………………………………….Largos, largos años tuvo clavada en el alma una dolorosa espina ¡La madre, lejana e inaccesible! Es verdad que había restablecido contacto con su familia; que mandaba naranjas coloridas, más valoradas allá que lujosas joyas. Hubiera deseado volver como partió, niño inocente y rubio y encerrarse en brazos dinámicos y protectores.

El milagro, la posibilidad del regreso se produjo cuando menos lo esperaba. Alguien lo vinculó a un carguero que partiría curiosamente perfumado de citrus con destino a Rótterdam.

Pero en medio de las esperanzas llega el dolor. Pierde a la compañera. Tardíamente comprende cuán necesaria era ella en su vida y en su hogar. Agobiado, piensa renunciar al viaje, pero las hijas lo animan y finalmente con un cargo ficticio de Inspector de carga aborda la nave. Realiza a veces trabajos de mozo de cubierta intentando ser útil, eso le granjea simpatías entre la tripulación. Ya en puerto toma un avión y desciende en su Polonia natal. ¡Cuántos años a cuestas llevaba su madre!  Ya no lo esperaba, había perdido esperanzas y lo que es peor expectativas. La hermana tampoco era la jovencita de sus recuerdos. Fue cálido el encuentro pero desde el principio marcado para ser breve.

Encontró allí sus raíces, pero las sintió ajenas.

  Unos años después, tuvo otra oportunidad y visitó nuevamente a la familia y a la patria.

Un día el correo le trajo la noticia, la madre se había marchado agobiada por las luchas de una vida de sacrificios y privaciones. Rompe así definitivamente los lazos con su tierra.

 Al fin se rehace. Camina por las calles de la ciudad de adopción. Trabaja. Hace compras. Saluda  amistosamente a los conocidos que cruza. Ahora las hijas son adultas e independientes.

…Piensa otra vez en el asado de camaradería. De pronto, aquellos múltiples recuerdos le pesan demasiado, como su emoción. Una carga muy grande que lo abruma finalmente.

   Necesita descansar…y se va adormeciendo  sin prisa.

  Desde lejos.  desde adentro, van naciendo los acordes de un Nocturno de Chopín. 

Primero de enero

PRIMERO DE ENERO

Era el primero de enero de un año ya olvidado. Tal vez los cuarenta agonizaban.

Lejos de mostrar euforia, como todos los primeros de año me sentía molesta.

Esa fiesta familiar, me había parecido siempre carente de toda significación.

   Mi alma se henchía por las Navidades y se mostraba expectante los 6 de enero.

El inicio de cada año, sin embargo me resultaba agobiante. Algo que podría suprimirse sin que nadie sufriera por ello. Indicaba la acumulación de muchas fiestas, de demasiadas comidas. Consideraba entonces, como hoy, que engañándose a sí mismos, todos aparecían fatigados, muchos ebrios, con alegría efímera y prestada. Con gusto, habría yo borrado esa fecha de los almanaques.

¡Cosa curiosa! Tampoco los domingos me deparaban mucho entusiasmo. No por que iniciaban una nueva semana, sino  por esa soledad impuesta y aburrida.

En fin, volviendo a aquel nacer de año, la situación no era muy distinta. Papá había sugerido pasar un día diferente, íntimo, solamente nuestra mínima familia, junto a la costa del arroyo.

    Mi madre, proveniente del campo, no mucho había disfrutado de él. Pocas veces había escapado de la monotonía de la casa algo severa  donde había transcurrido su niñez y adolescencia.

Su salud era algo frágil y odiaba sentarse sobre el pasto y almorzar sin la mesa acostumbrada. Parecía más una chica de ciudad. Esta vez accedió a la sugerencia y así, ya algo avanzada la mañana, los tres marchábamos algo pesadamente por senderos sinuosos, casi trillos, que morían junto al agua.

   Yo, adolescente entonces, ponía el toque entusiasta ante la inusual aventura.

Llegados a la arena blanca y desprolija, me atrajeron prontamente las invitantes aguas y pronto estaba sumergida en ellas. Traté de nadar algo, pero aún cuando me pareció flotar, mis dotes no eran nada destacadas y avanzaba apenas algún metro. Un sauce me prestó ramas y cabellera para detenerme y respirar segura. En realidad comenzaba a agradecer la idea de mi padre.

El campo en que estábamos pertenecía a  Don  Bernardo Sierra  quien lo arrendaba a la Comisaría para que pusieran a pastar los caballos y alguna vaca. Por eso era un sitio privado. Solamente algunas  lavanderas  habían logrado permiso para lavar en la playita. Por supuesto, éste no era un día laborable,  así que éramos dueños absolutos del lugar.

   Papá había encendido un fueguito gaucho, donde había puesto a asar el costillar de cordero que había llevado. De todo lo demás se había ocupado mamá.

Con algo de pena dejé las agradables aguas cuando el aroma del asado me indicó que estaba pronto. La comida fue sencilla y amable. Después mientras mis padres intentaban una  siesta no muy cómoda, tirados en algunas mantas, recorrí las cercanías sin alejarme mucho. Disfruté de alguna pequeña y cantarina cascada, del trino de algún pájaro que desafiaba el calor bastante intenso y me sentí más cómoda lejos del bullicio de otros años.

Por la tarde, los tres practicamos un poco el tiro al blanco en unas latitas encontradas por allí y colocadas en la horquilla que formaban las ramas de un árbol. Contra lo pensado, ni mamá ni yo sentimos temor con el ejercicio de tiro y hasta desempeñamos un buen papel, acercándonos bastante al objetivo.

   Antes que llegara el anochecer con insectos molestos y la humedad que podía provocar aquella minúscula selva virgen, iniciamos el regreso. Habíamos cumplido con el deseo de que ese fuera un día diferente.

¡Qué historia más trivial! Pensarán los lectores. En realidad lo es. Pero tiene algo para rescatar. La playita sigue estando hoy, casi como ayer,  un poco embellecida. Ya no es privada   Forma parte del atractivo Parque Zorrilla  de San Martín de nuestra ciudad. Tal vez hasta  el sauce aún perdure, pero han brotado por doquier, puentecitos, fogones, baños y parrillas. Turistas llegan  con frecuencia en estaciones templadas. La flora autóctona se ha enriquecido con nuevas y raras especies traídas de lugares exóticos. El trillo es un camino transitado mil veces por todo tipo de vehículos, Se abre generoso en múltiples brazos que guían a distintos rincones.  Un escenario flotante lució durante cierto tiempo hasta que un  furioso temporal hizo  que las aguas lo cubrieran.  Cada tanto se descubre  y vuelve a aparecer, por supuesto cada  vez más deteriorado. El  suelo se ha rellenado muchas veces, pero las crecientes cada tanto impiden el acceso a los diversos sitios. Muy cerca hay un hermoso complejo deportivo. Cancha de fútbol con gradas. Estadio  cerrado  con una amplia piscina que da servicio a toda la zona. Un parque de diversiones con coloridos juegos, que vándalos destruyeron alguna vez, pero que hoy han sido restaurados o remplazados por otros  igualmente atrayentes. En los últimos años, se han organizado atrayentes  festivales de cantos y espectáculos gauchescos, que  engalanan al parque algún fin de semana  estival.

  El campo ya no es tal, la Ruta Panamericana  que se dirige a Brasil y a través de él a todo el Continente, lo separa de la ciudad. Hasta un puente alto, techa la carretera y ofrece un opcional pasaje que más que cómodo puede resultar curioso, para el trepar  de niños y jóvenes y hasta para una persona mayor como yo, que no desea olvidar el ayer… 

Aquellos terceros años

 por Wilma Pereira de Vaccaro

El hombre vuelto hacia el pizarrón escribía con trazo firme que demostraba su profesionalismo. Sentada en la primera fila, yo, lo observaba con cierta sorpresa. En mis nueve años de edad, era la primera vez que tenía un maestro varón. Lo encontraba alto, corpulento, un poco atemorizante. Sin embargo, a medida que la clase avanzaba, a pesar de sus palabras indispensables, advertía su ágil accionar para brindar enseñanzas claras. Su aparente hosquedad volvíase en cualquier momento comprensiva indulgencia. Rápidamente sentí la guía segura y experimentada.

   Hacía pocos meses que mi familia residía en la Villa por lo que la escuela y los educadores  eran poco conocidos por mí. Algunos compañeros familiarizados con el medio lo llamaban “El maestro Coco”. ¡Un apodo tan infantil para su aspecto severo! Yo ya sabía que se llamaba   Álvaro Figueredo. En otras escuelas del Departamento ya había conocido a su hermano Ricardo Tell que era el  Inspector de Primaria.

   Este curso se desarrollaba con mucha normalidad. Más todavía con gran claridad y solvencia. Casi diría que los temas iban pasando con bastante prisa. Algún mes después pidió licencia y vino una maestra suplente. Su esposa, Amalia, maestra en la misma escuela, también se ausentó. Eso corroboraba mi sospecha de que el maestro estaba enfermo, seguramente de algo delicado ya que necesitaba especial atención.

    Un poco después supe de su rara enfermedad. Solía atacarlo con cierta frecuencia. Se llamaba “Inspiración” Cuando la crisis llegaba debía  refugiarse entre sus incontables  libros dando rienda suelta a su magnífica creatividad. La compañera debía crear el clima adecuado  para  que concretara con éxito su gestión.

  Pasada la acuciante molestia, retornaba como si nada hubiera pasado y continuaba con sus lecciones. La disciplina de la clase era muy buena. Si algún escolar gracioso intentaba pasarse de listo, rápidamente advertía la acertadísima puntería que hacía que la tiza chocara casi rozando al pícaro. Por supuesto, el silencio y la atención volvían de inmediato. Continuábamos con la lectura, la gramática, la  aritmética…

   Un día soleado decidió darnos una clase al aire libre. Para eso eligió el fondo del patio

de varones y allí formamos corro bajo la sombra de un árbol coposo. Ya instalados, nos invitó a narrar algún cuento concebido en ese mismo momento. No recuerdo cuántos alumnos intervinimos, pero me oí a mí misma narrar aventuras de enamorados, de viajes y de aviones. ¿De dónde me nacía ese desparpajo y esas ideas extrañas que con el tiempo   parecieron una premonición? Nunca lo supe. Mis frescos  diez años no sabían de rubores ni de timidez. La sonrisa del docente significó para mí una aprobación y me sentí contenta.

Todo aquello ocurría en1944, en un tercer año de la Escuela  N° 6, que por otra parte, era la única escuela de la hoy ciudad.

Como dato curioso, creo oportuno contar que en aquella  década además de Álvaro y Amalia, otros Figueredo daban clase en el mismo centro de enseñanza. Eran ellos

Ricardo   Leonel  (el Chino) quien también fuera mi maestro posteriormente, su hermano Darío ( Paco) y la esposa de éste. Los mencionados eran hijos del inspector y por lo tanto sobrinos de  Álvaro.

   A medida que pasaban los años tenía menos contacto con aquel maestro .al que tanto admiraba.

Amalia,  a veces,  me confiaba algún poema para que recitara en la escuela o en la plaza. Siempre  me había gustado recitar, mi memoria  era muy buena y me sentí muy cómoda diciendo al viento  la epopeya de la Patria convertida en una floración suprema.

   El maestro jamás intervenía, parecía tímido, modesto, o celoso de su obra, sumamente reservado.

Ya mayor, supe por pluma de su esposa que era él mismo quien me elegía para  que declamara sus poesías.

    Pasó el tiempo. Los años escolares se iban sucediendo con velocidad para mí que amaba la escuela. Llegó la adolescencia y con ella el liceo. Pasaron también los primeros cursos. No fue hasta otro tercer año cuando nos encontramos otra vez. Ahora era el profesor que dictaba  clases amenísimas. Era un verdadero catedrático  El análisis de las obras que constituían los programas de tercer y cuarto  año era minucioso, claro y atractivo. Deformábamos la letra no muy buena de por sí, para escribir todos los juicios que vertía. Así conocimos a Homero,  Sófocles, Virgilio, Dante, La Biblia, El Cantar del  Cid, El  Quijote, Shakespeare,  Ibsen ,  Heine,  Byron,  Bécquer y los Modernistas. Lamentablemente  no sabíamos taquigrafía y la tecnología no nos permitía  todavía  poseer grabadores.

    Por aquellos años se tributó al poeta un bellísimo homenaje en el Centro Progreso, único local apropiado en aquel  tiempo para fines culturales. El acto se jerarquizó con la presencia de varios poetas y artistas en general, entre las que destaco la presencia de Esther de Cáceres   y de la soprano pandeazuquense Virginia Castro. Creo que se quería festejar el premio  que se le había otorgado al poeta por su Himno a Varela, ya que escolares y liceales fuimos preparados para entonarlo. Al finalizar el acto, Álvaro recibió un hermoso anillo de oro con un ónice que aludía al bellísimo texto del poema.

   ……Había dejado de ser yo aquella estudiante más soñadora que aplicada en que me había convertido en los últimos años. Era ya una joven señora con un hijo de casi dos años cuando se produjo nuestro último encuentro. Älvaro y Amalia, mi hijo y yo viajábamos en el mismo ómnibus.  Nosotros íbamos hasta el balneario a disfrutar de la playa, ellos un poco más lejos hasta Punta Colorada. Allí pasaban gran tiempo de sus vidas porque era el refugio oportuno  donde se encontraban ambos con su musa.

     Recordando acaso mi niñez,  el maestro miró con curiosidad a mi niño, bastante crecido para su edad. Cambiamos algunas amables palabras de saludo, los dos nos sonrieron con afecto. De pronto a él le nació una caricia y posó su mano sobre la cabeza de mi pequeño.

 Tal vez un año después de ese fugaz encuentro oí al profesor decir un bellísimo discurso dedicado a su ciudad. La voz era firme  y emotiva. La multitud conmovida aplaudió su lírico mensaje.

     Cada vez que desde la  amplia ventana de mi casa  miro al cerro majestuoso que me regala  su silenciosa imagen  y me habla de su  pasado remoto y desconocido, repito como el maestro:”El cerro permanece, mojón de nuestra historia, numen de la ciudad. “

    Mientras, mi hijo, no sé si al influjo de aquella para él desconocida caricia, canta con peculiar frecuencia los poemas del poeta. Evoca su existencia y valora su obra. Sus épocas apenas coincidieron, pero sin conocer al hombre, sus  virtudes o sus debilidades echa al éter, a menudo fragmentos del fruto de  aquella espléndida inspiración. –       

Wilma Pereira de Vaccaro

La novela jamás escrita

                        Debía escribir la solapa de una novela aún no escrita, mejor dicho ni siquiera imaginada  Esto me atrajo de inmediato. Fue fácil crear un escritor. Bastaba apenas situarlo en una región y tiempo determinado. Lo demás fluiría solo, así empecé a garabatear mientras mi mente iba relacionando cosas y personas, cambios, conflictos y sucesos históricos. Primero debería busca un título apropiado. El mar debía estar presente como referencia ya que había sido uno de mis primeros amores. Después aparecería un velero antiguo con su toque de ensoñación. No importaba si goleta, galeón o carabela. Recuerdo que me  había distinguido cuando adolescente copiando de un pequeño diccionario el dibujo de un antiguo velero al que le puse   todos los tonos del azul de mis ilusiones. Una linda lámina lograda no sé cómo dadas mis pocas dotes de dibujante.  Con una calificación alta había sido seleccionada para adornar una sala del liceo en una exposición transitoria de una semana. Así que mar y velas estaban asociadas en mi alma desde lejos.

Bergantín me pareció más sonoro, solo  faltaba algún adjetivo para que el título fuera sugestivo y rápidamente encontré uno. Así nació   “El bergantín dormido” ¡Cuánto podía encerrar un nombre con esa carga de reminiscencias y misterio!

Cumplido este mínimo acto  era menester  mencionar una casa editora,  la fecha de escrito  el libro, y enseguida   los datos del novelista. Tampoco tardé demasiado. Como es habitual en mí,  escribo casi al correr de la pluma, o el presionar del teclado. Sin dudas eso influye en que mi prosa o poesía por espontáneas y apresuradas pierdan calidad.  El escritor sería italiano, aunque la obra llegara hasta nosotros en una esmerada  traducción.  Italia aún desde la distancia había jugado un papel preponderante en mi vida y deseaba incluirla. .

La obra tendría un importante énfasis histórico y me pareció muy cómodo y cercano imaginar que la trama estuviera vinculada a  Niza, cuna de Garibaldi, “El héroe de los dos Mundos”

Así que  iluminada por mis simpatías  sólo tuve que revisar algo de la historia de esa región para que el ficticio escritor tuviera  motivos para escribir la ya mencionada novela.

Poco rato después la solapa era una realidad.

Estuve cierto tiempo contenta con el logro,  más aun cuando todo estuvo engalanado con la estampa de una airosa embarcación  impulsada por vientos propicios.

Lo que sucedió después fue más extraño. Me enamoré de lo que había creado.

La tapa me sonreía irónica como avisándome que sólo era un engaño artero, árbol definitivamente sin frutos.

Fue allí que  cedí a la tentación de agregarle hojas con un sencillo argumento en  el  cual    historia y romance estuvieran ligados. La época ya había sido seleccionada.

Así lo hice, pero no estuve demasiado satisfecha y las hojas durmieron cierto tiempo en la carpeta donde guardo mis rimas, apuntes y divagaciones.

De nuevo sentí el deseo de darle más interés e incorporé un personaje real y cercano, la persona  que leería el libro, alguien a quien conocí y amé, alguien que ya no está,  mi madre.

Logré ir enlazando las diferentes vidas, hasta convertir aquel estéril palabrerío en algo con sentido. Gasté en ello largos  ratos de mis tardes. Hice que convergieran todas las historias hasta crear un nudo central que podría deshacerse en finales diferentes.

Todos pudieron ser, pero no fueron.  Las novelas requieren paciencia, habilidad,  tiempo. Yo soy avara a veces con este último. No deseo derramarlo en emprendimientos que puedan ser  insensatos   e inútiles.

Por eso dejé atrás aquel rebuscado argumento que se había vuelto demasiado improbable y rescaté  la narración inicial, pequeña, intrascendente,  solamente para dar momentánea vida a quienes registré en aquella tapa nacida en  un arrebato de peregrina creatividad.

Franco Vanín

Solapa

 

Novela histórica con cierta fantasía

en cuanto a los personajes,

lograda con un estilo claro y accesible.

La trama se desarrolla en el Condado

de Niza, cuna de Garibaldi ,un  poco

 antes que pasase al dominio francés,

luego del Tratado de Turín.

Un apasionado romance, intrigas e in-

certidumbre en un momento especial-

mente conflictivo, un toque de suspenso

y un final imprevisible, hacen muy atractivo

el relato.

Vanín, nacido en Génova fue un profundo

 conocedor de la costa de la Ribera del Poniente-

 Vivió la época de  transición.

La obra tiene un auspicioso  prólogo, escrito

 por el doctor en Letras Mario Acquaviva,

catedrático de la Universidad de Cerdeña.

Debemos recordar que la provincia de Niza

y su capital homónima habían sido territorio

 de esa isla hasta 1860.

La presente es la quinta edición de la obra, agotadas

prontamente las  precedentes.

Traducción al Español -Profesor Julio Vasti.

Franco Vanín(1845-1916) escribió varias novelas

 de interés y mucha difusión, entre las que destacan:

La muchacha de ojos color del tiempo-1866

Velero en llamas-1867

Venganza tras la calma-1871

 Buscando las costas ligures-1873

 Publicó  además interesantes ensayos históricos

 

Editorial Continental 1895

 

El bergantín dormido

La joven había ayudado a su abuela en los quehaceres domésticos habituales.

No eran muy pesados éstos, asear los dormitorios, planchar alguna ropa.

Nada que estropeara la piel de porcelana de sus manos o de su cutis de muñeca

Ahora tenía un rato para caminar por la ladera del cerro, oír las avecillas o mirar las flores del campo…

Era tanto el cuidado que ponían para que aquel pimpollo que apenas comenzaba a abrir, no ajara pronto sus pétalos, que ni siquiera podía abusar demasiado de los benéficos rayos del Sol.

Entonces se refugiaba en el monte de eucaliptos, vecino a la casa y sentada en la vieja carreta solía leer alguna revista preferida.

Hoy, sin embargo, un libro pequeño y algo gastado por trajines o uso era su acompañante.

En seguida le  atrajo No sabía cómo había llegado a la casa. Lo encontró tras un armario, caído de canto

Seguramente lo había dejado olvidado alguno de los huéspedes que venían de la ciudad. En la casa, salvo ella, sus dos abuelos eran dos ancianos iletrados  a pesar de que vivían holgadamente. Eran fruto de otra época donde las escuelas estaban alejadas y eran solamente para los muchachos de los centros poblados.

Los abuelos, sin embargo, habían tenido cuidado en traer  a una familiar bastante instruida para que la niña aprendiera a leer y se educara formalmente.

Tal vez, la infinita soledad de aquellos campos hizo el milagro, pues ella se convirtió de pronto en una lectora bastante ávida y competente. Pero las publicaciones  que estaban a su alcance no pasaban de Las Cancioneras con letras de tangos de Gardel o de Magaldi.  que eran los cantantes que hacían furor. Las revistas Leoplán y Caras y Caretas, que apenas mostraba  algún chimento rioplatense y quizás alguna especie de  tímida novelita sentimental.

Pero este librito ajado,  le pareció un pequeño tesoro. Apenas por la ilustración de la tapa había comprendido que se trataba de una embarcación, y el pensarla dormida lo máximo de la fantasía.

Tal vez ella no conocía al mar personalmente, o lo había visto apenas de paso. La suya era una jaula dorada y cómoda, pero jaula al fin.

El libro jugueteaba en sus manos o a la inversa sus redondeados dedos lo acariciaban como a una posesión especialísima.  Adivinaba ya aventuras, quizás amores, cosas de las que estaba muy poco interiorizada. En la contratapa figuraban nombres de lugares que resonaban poco en sus oídos Lugares tal vez cercanos a la tierra de Ramón  Franco, el aviador aquel, que llegara con el Plus Ultra y de quien se enamoró prontamente. Incluso los apellidos tenían otra sonoridad, solamente había uno  que había oído nombrar en la casa, Garibaldi. Por supuesto había sido casi al pasar. Sus abuelos de esos temas preferían no hablar, porque él aferrado a sus raíces de divisa blanca, no soportaba aquel estridente coloradismo de la esposa, que si no en palabras, se traducía en la persistente compra de telas rojas como banderas, para elegir los vestidos de la nieta. Tanta insistencia, había logrado que la muchacha callada pero algo rebelde,  prefiriese los tonos pastel, especialmente ajenos a cualquier ideología. 

Aparte del título de la obrita, todo lo demás era desconocido y decidió en sus ratos de recreo ver qué escondía aquel velero dormido.

El velero se hamacaba  ya cercano a las Columnas de Hércules, como tratando  evadirse del Mediterráneo,  Sin dudas corrientes y vientos habían oficiado -como timonel.  “La Estrella”, goleta que partiera  de Malta con una carga de tejidos  y refinados encajes, la había avistado a unas trescientas millas del estrecho, en la madrugada de un octubre, pasada ya la mitad del  ochocientos.  Las voces y señales no tuvieron respuesta y el capitán dio la orden de acercarse con cautela. El segundo oficial  y tres marineros bajaron un lanchón y se dispusieron a efectuar un abordaje de reconocimiento Una somera inspección apenas  reveló que estaba completamente vacío. Llevaba como bandera unos flecos deshilachados e identificables  Un escudo tallado en un costado y algunos objetos del decorado interior parecían  indicar que procedía de Niza.

El hecho de que no encontraran  muertos a bordo descartaba dos posibilidades.

 La primera que hubiera estado en cuarentena a causa de una de las peligrosas epidemias que amenazaban con cierta frecuencia, lo que les produjo alivio,  la segunda, que hubiera sido atacado por los terribles piratas que asolaban por doquier.

Tampoco parecía víctima de violento ataque.  Lo único cierto era que la nave iba sin derrotero, completamente a la deriva, mecida por  suaves olas y estremecida por furiosas tempestades. Era casi un milagro que todavía estuviera erguida. Tal vez alguna ensenada la hubiera protegido por cierto tiempo antes que volviera a enfrentarse al mar y sus amenazas

  Las incontables estaciones  la habían deteriorado bastante, si bien no tanto como para abatirla

El robo tampoco se advertía, ya que adornos valiosos y mercancía fina estaba aún en su interior. La sorpresa que ocasionó su hallazgo fue  tan grande que  el enigma invitó a exámenes exhaustivos.

No hallaron brújula  ni carta de navegación. Después de cierto tiempo uno de los marinos que recorría  minuciosamente camarotes y rincones encontró caída   la foto de una  candorosa joven de traje largo a la usanza de mediados del novecientos, con un lindo sombrerito  de donde escapaban los  cabellos muy rubios. Al recogerla vio que en el reverso tenía una inscripción ya casi ilegible: “A Gian Paolo con todo amor, Lidia.”

 Seguramente era de  la novia o esposa del capitán o de algún joven teniente de a bordo. Imposible saber algo más. Pero a pesar de esos detalles tan pequeños que  motivaban a   conjeturas solamente, parecía que todo se reduciría a ese pequeño hallazgo. Permanecieron muchas horas buscando otros indicios, aunque eso retrasase su arribo a puerto. Su dedicación los favoreció un rato después,  ya que otro marino tropezó con un sobre rosado, como aquellos delicados  y de aroma florido  en qué solían escribir las damas de otros tiempos. Claro que ahora estaba impregnado del olor salitroso del mar que era el único que conservaba el barco. Dentro del mismo una pequeña cartita decía: “No puedo permanecer en la ciudad y menos en  mi casa. La soledad sería terrible sin ti. Eduardo me ha permitido subir a bordo, sin que tú lo advirtieras. Le  aseguré que solamente deseaba   dejarte un recuerdo personal en el camarote. Ignora que no he de descender bajo término alguno, es más me esconderé para sorprendente  cuando estemos más lejos de nuestras costas. Te ama Lidia.”

 La búsqueda continuó cada vez más ansiosa. Al fin, sacudido por el zarandeo apareció el cuaderno de bitácora. Las últimas palabras escritas con pulso tembloroso y aparente prisa eran el último informe del sin dudas joven capitán.”el segundo a bordo, Eduardo a quien consideraba casi un hermano ha traicionado a nuestro Condado. Debió ordenar aminorar la marcha para que el marqués de  Valbianco, hombre de muchos recursos y además con simpatías muy notorias hacia Francia,  lograra darnos alcance La tripulación no  debe haber sospechado nada, dada la confianza que sabían  depositaba en el Teniente. Ajeno al  conflicto que se desataba en cubierta, yo  estaba absorto  buscando en el mapa las rutas más convenientes, para que nuestro viaje fuera exitoso. Era una misión bastante peligrosa la que me  habían confiado; se anunciaba ya la probable anexión a Francia y se hablaba de un tratado que firmaría nuestro mismo rey.

En un intento de preservar para Cerdeña valiosas pertenencias del Condado de Niza,  deberíamos mantenernos alejados de  la costa  evitando un encuentro fortuito con alguna nave francesa hasta poder dirigirnos a Cagliari.  El navío luce airoso la bandera sarda y desde la distancia seríamos poco identificables.  Preocupado  por todo esto  no advertí nada extraño hasta que sentí gritos enfurecidos e imperiosos. Salí de prisa y comencé a ascender. La sorpresa casi me paralizó   Un grupo de soldados  extranjeros estaba obligando al trasbordo a la  desprevenida tripulación. El hecho de que se actuara desconociendo mi autoridad, se debió al carácter altanero del Marqués y a los problemas personales que nos enfrentaban.   Mi intención fue actuar de inmediato, pero comprendí que ya nada podía hacer  si  el hecho temido se hubiera consumado. Desde abajo alcancé a oír entre el escándalo de órdenes y amenazas, el nombre de Lidia. ¡Así que Eduardo también la había traicionado a ella, y  enterado, su furioso padre quería llevarla consigo!

Poco antes yo había leído el mensaje de mi  enamorada y sabía que estaba en el navío,

Vergonzosamente  me escondí, y quizás todos, persuadidos que ambos habíamos fugado de la nave, terminaron por marcharse.

 No sé si he deshonrado a  mi patria porque ignoro si soy un rebelde o un miembro de su armada, pero hoy mi actitud ha sido lamentablemente cobarde,  en ese instante sólo atiné a proteger  a la mujer que amo.  Todavía no la he encontrado, pero siento que está muy cerca.

Nuestra marina ha cumplido destacados papeles en las infinitas batallas que ha debido enfrentar a lo largo de múltiples transiciones, y es mi máximo orgullo pertenecer a ella. No es la primera vez que me enfrento a luchas peligrosas, pero hoy estoy vencido sin siquiera haber podido enfrentar al enemigo. Ni  una orden he dado para proteger a mi tripulación.

 Deseo encontrar a mi prometida y sellar nuestro compromiso ante Dios, el cielo y este mar que hoy ha dejado de ser mi paraíso para transformarse en nuestro exilio.  Un exilio terrible y definitivo.

No será esta la espléndida noche de amor con que soñáramos y el bergantín se convertirá en  nuestro mausoleo. Imposible continuar sin mis compañeros de navegación.  Por lo menos aparentaré la hidalguía de haber perecido junto a él. ¡Que Dios nos ayude! A esto pueden llevar   las ansias de conquista, y los desgraciados cambios de nacionalidad que permiten o acuerdan nuestros gobernantes”

Leída esta especie de  despedida no quedaba más  que buscar y buscar los cuerpos de los enamorados. Pero el  registro era arduo y parecía infructuoso. El bote debía regresar a la goleta y transmitir al capitán  lo que habían averiguado  La  desilusión  se pintaba en los rostros apenados. Conmovido con la historia su superior les permitió volver, esta vez con dos marineros nuevos. Volvieron a subir y bajar la escalera y revisar pasillos y camarotes. Cuando fracasada la búsqueda  pensaban abandonar la trágica nave,  un gran cofre disimulado por polvo y telas  llamó la atención de alguien. Descorrieron la desagradable cortina buscando la cerradura. A pesar de no tener candado ni llave, era muy difícil abrir aquel inmenso baúl, no solamente por los años sino  por la humedad que allí reinaba. Buscaron cualquier instrumento para ayudarse en el intento, hasta que encontraron una lanza quebrada que les ayudó a levantar  la pesada tapa. El presentimiento era ahora una certeza Allí estaban juntos para siempre los cuerpos de los amantes.

Jamás se sabrá si el capitán encontró ya sin vida a Lidia y decidió compartir con ella aquel improvisado ataúd, hipótesis más probable, o si se abrigaron en él luego de haber perdido toda esperanza de sobrevivir.

Tampoco  Gian Paolo  podría sospechar  que la  fortaleza del pequeño navío cubierto en parte por aquel sudario de velas desgarradas que le daban un  aspecto fantasmal lograra  alejarlos para siempre y unidos, de las costas lígures donde el amor difícilmente podría vencer a desmedidas e infelices ambiciones. 

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La muchacha enjugó el llanto que le había producido la lectura y dijo para sí

Es una historia de aventuras y amor, tal como yo esperaba. El final fue muy triste, pero al fin  conocieron el amor. Todos lo describen como algo maravilloso, aunque  como en este caso haya terminado cruelmente.

Sacudió sus oscuros cabellos  y  poco después marchó cantando hacia la casa. Sus quince años no le permitían pesares duraderos.

W.P.V.

1/6/2009

                                                           FIN