Cuando llovía yo salía de casa con impermeable y botas de goma, o galochas… Muchos amigos del barrio salían descalzos y se bañaban en los chorros del techo de Mar y Sierra. Y ellos nunca se resfriaban.
Cuando llovía hacíamos barquitos de papel para jugar en las cunetas.
Te cuidabas cuando caminabas por la vereda, porque si pasaba un auto por el charco de la calle, te bañaba con agua y barro.
Si llovía usábamos paraguas, pero siempre que no hubiera viento, porque se daban vuelta con mucha facilidad.
Si llovía alguien hacía tortas fritas. En mi casa, las amasaban mi abuela o mi madre. Descartados los partidos de fútbol, dibujaba o construía casitas con el lego, o me sentaba a leer mis revistas favoritas. ¡Y nadie quería hacer los mandados!
Si era domingo, llovía, y no estaba lindo para ir a pescar, nos íbamos al cine. A veces la película era tan buena que te olvidabas de la lluvia… y hasta de la hora.
Si llovía era más lindo dormir con un techo de chapa. Los juegos en los recreos de la escuela eran en las áreas techadas que bordeaban al patio.
Si llovía, cuando íbamos a estudiar al Liceo en San Carlos, nos llamaban a media mañana para devolvernos a casa, antes de que los puentes desbordaran.
Si estaba en Montevideo con la tarde libre, y llovía, me metía en un café del centro con el diario.
Si llovía, cuando iba a dar clases al liceo en mi Kawasaki 90, desenganchaba el “pulpo” y sacaba de la parrilla el equipo impermeable amarillo, que tenía, del mismo color, desde botas hasta capucha… Y pasaba tabaco en el acrílico del casco, para que no se formaran gotitas.
Si llovía después de estar en la playa, y no había tormenta, me quedaba bañándome un rato más.
Si llovía, muchas veces se cortaba la luz.
Si llovía cuando ya estábamos jugando en el campito de los Denis, no había razón para parar.
Si llovía, acomodábamos los caños para que el agua del techo fuera directo al aljibe.
No quedaba nadie en la plaza, y la gente se refugiaba en los techitos del supermercado, en el atrio de la iglesia, o en la parada del ómnibus.
Si llovía cuando trasmitíamos fútbol a nivel de la cancha, los micrófonos daban choques eléctricos en los labios.
Si llovía, el paisaje cambiaba de cañaditas a caudalosos arroyos, y muchos compañeros faltaban a clase.
Si jugaba al fútbol ese día, y llovía, sentía la más triste decepción. Se suspendía la etapa y con ella mi más preciada diversión.
Si llovía, había peligro de patinada en las veredas, en los pasillos muy lisos del liceo, y baldosas flojas que, al pisarlas, te tiraban un chorro sucio y frío en la cara y sobre la ropa.
Si llovía, el vendedor del estadio cambiaba su oferta de almohadones, por paraguas.
Si llovía, la Avenida Artigas en Piriápolis se transformaba en lago, y había que ir muy despacio para que no se mojaran las bujías del auto.
Si llovía, me preguntaba de dónde salían tantos caracoles que poblaban los jardines. Si acaso, escribía una poesía, escuchaba la radio, o simplemente, miraba la lluvia por la ventana, dibujaba en el vidrio empañado, o si tenía que estudiar… era buen momento.
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Alberto Vaccaro, 3 de mayo de 2021