Recuerdo los carnavales de mi infancia, con menos murgas montevideanas y una activa participación de los vecinos.
Un balde de agua en el piso de arriba del Bar de Robertito Blois, un pomo en cada mano, una pistola de agua, o bombitas que podrían ser lanzadas contra vehículos o peatones con efecto de empape inmediato.
Se usaba disfrazarse, aunque a mí nunca me dio resultado. Una vez me puse una media en la cara, sombrero, un poncho liviano, botas de montar… Si me miraba al espejo no me conocía. Sin embargo, caminaba por la plaza o las calles céntricas, y cada persona que me cruzaba me daba su saludo: “¡Hola Vaccaro!” Iba con mi hermana y mi prima Mara, los tres con atuendos extraños que dejaban muy poco a la vista. Pasaba mucho calor, para nada de incógnito, y regresaba a casa lleno de curiosidad por mascaritas que ponían la voz muy aguda y me decían: “Mírame, ¿no me conoces? ¿No sabes quién soy?”. Y la verdad, no les reconocía.
Mascaritas, cabezudos, disfraces más elaborados… El espectáculo era la misma gente que se volcaba a la calle. Era una diversión espontánea, hasta que una bombita te reventaba en la cara y quedabas mojado, muy mojado… Casi ultrajado. Pero si estabas en el corso… tenías que aguantar. De muchas noches de carnaval, no recuerdo siquiera qué números había en el tablado. Hubo tarimas grandes en la calle Ituzaingó pegado a la vereda del Bar Avenida, en la Plaza, o en algún bar que montaba su propio escenario para atraer clientes. Lo malo es que para muchas personas el carnaval duraba demasiado tiempo, y la fiesta no tenía horario… Entonces ibas por un mandado, vestido de calle, y te tiraban un balde de agua que te estropeaba el día.
Recuerdo en Piriápolis, en mi adolescencia y un poco más acá, gente que traía tanques en las cajas de camionetas, y baldes, y repartían agua no sólo a los turistas que poblaban las veredas de la Rambla, sino que las víctimas podían llegar a ser ancianos, que paseaban con ropas finas. Los más extremistas abrían las puertas de los autos y arrojaban agua sucia, muchas veces con arena, al interior de coches nuevos y relucientes. Vi, tras eso, varias peleas a puño limpio y algunos que pasaron la noche en la comisaría. La gota que desbordó el vaso fue un conductor que sacó un revólver de la guantera y comenzó a amenazar a los festivos aguateros.
En Pan de Azúcar no vi tanta violencia, pero sí algunas escenas de palabras fuertes y hasta obscenas de personas que no tenían el menor interés en jugar, y menos en ser mojados.
Mi madre me contó de pomos delicados con éter perfumado y perfumadores de vidrio, con el cual rociaban a quienes se cruzaban, o les arrojaban papel picado y serpentinas. No era una agresión, sino todo lo contrario, un gesto simpático o hasta una insinuación… Yo recuerdo sólo pomos con agua, y alguna vez, papel picado.
Pan de Azúcar tuvo una historia de carnaval mucho más lejana, que no conocí, pero de la que muchas veces hablé con el Maestro Chino (Ricardo Leonel Figueredo). Intervenía mucha gente divertida, disfraces que trascendieron, y aquellos negros que no daban descanso a las lonjas y hacían famosa a la Ciudad.
Alberto Vaccaro, 7 de abril de 2021