Un niño caminaba por la vereda, y en la vidriera de un comercio, se detuvo. Del otro lado del cristal, había una niña muy bonita, vestida de blanco y cinta rosa por la cintura. El niño miraba sus ojos azules, su cabello lacio, un broche de mariposa en el peinado.
La niña se acercó al vidrio grueso y frío, y apoyó sus manos contra las manos del niño, como en un espejo.
Los rostros se iluminaron con sus propias sonrisas, mientras las manos trataban de percibirse a través de la amplia ventana.
Fueron segundos de encanto, de hipnosis, de palabras innecesarias y emociones tempranas.
Al llamado de su madre, el pequeño se despegó de aquel cuadro, y caminó mirando hacia atrás, hasta perderse… mientras ella, inmóvil y callada, dejó caer los brazos y lo seguía con sus pupilas grandes y azules.
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Alberto Vaccaro, 10 de junio de 2021