El niño estaba enamorado de una de sus compañeras de clase. Era un amor puro y ella no debía saberlo. Él la miraba, soñaba con ella, con darle la mano, con compartir el tiempo y el espacio sin otros pensamientos. Luego, en las hojas sueltas de su cuaderno, le escribía poemas. Nada más. Nada para confesar ni declarar, ninguna intención de pasar a un estado diferente de situación. Sólo le escribía cosas que nunca le diría. Ellos eran amigos, conversaban del estudio, y los versos del cuaderno eran casi de un mundo paralelo, de esas sensaciones nuevas que ni siquiera comprendía, de lo que le hacían sentir sus ojos, de cuánto le gustaba su compañía. Palabras que debían estar ocultas, para que el mundo de la clase siguiera su camino, y aquella amistad de niños se mantuviera impoluta.
Era un amor puro y perfectamente soportable, lejos de otras perspectivas.
Pero en un recreo, uno de esos compañeros bromistas, y entrometido, tomó sin permiso la hoja con una poesía, dedicada, y escrita con letra prolija… y se la llevó a la niña.
En el patio, hubo un revuelo de voces y murmullos, un hueco en la multitud en el que ella, con el papel en la mano, lo miraba seria. Él se sintió aturdido, nunca hubiera esperado esa traición, ese momento… y con las mejillas de fuego se acercó a escuchar sus palabras: “somos aún muy chicos, quizás más adelante”.
El protagonista de la historia, que no pudo pronunciar una palabra, que no había hecho ninguna propuesta ni invitación, quedó paralizado en el cerco humano, y con el rubor exagerado que le quemaba, callado, se fue a su salón. Fue como si un sueño de cristal se rompiera en mil pedazos… Para siempre.