El taller mecánico de mi padre tenía un movimiento continuo de personas. Muchos eran verdaderos personajes que me quedaron marcados muy fuerte. Entre ellos había clientes y amigos que simplemente iban de visita, aunque los grupos de amigos y clientes solían entremezclarse.
Claro que en el lugar donde estaba, en un cruce de rutas, solía haber clientes eventuales, de paso, que simplemente tuvieron un desperfecto en carretera.
De niño yo trabajaba en el taller en verano, lavaba piezas y herramientas, barría, recolectaba herramientas y las ponía en su lugar, porque, repetía mi padre con insistencia: “cada cosa tiene su lugar y cada lugar tiene su cosa”. (un día me contó que en verdad esa frase se la decía a él su padre, o sea, mi abuelo paterno).
Yo conocía el lugar de cada herramienta, y los clavos vacíos de los tableros azules de madera denunciaban la falta de cualquiera de ellas.
En ese andar muchas horas por el taller, me familiaricé con muchos clientes. Yo era bastante sociable y me encantaba escuchar cuando hablaban de los automóviles y sus fallas.
En aquella época la gente tenía autos por muchos años, a veces el mismo casi toda su vida.
El Maestro Ricardo Leonel Figueredo llevaba su Renault 4CV, y años después, un Fiat 600.
Grandi llevaba una camioneta grande, rural, marca Rambler. La “Tota” Tuvi, una Fiat 500 viajera (celeste) y una Toyota 700.
Grille concurría con también una Fiat 500 viajera, pero blanca.
Heber Quirque tenía una Toyota 700. El Maestro Germán Baldo una Toyota Hillux de los 70.
Osvaldo Tuvi Ford Taunus de la década de los 60, en rojo y beige.
Tola Clavero una Panhard blanca, cuyo engranaje de distribución de “micarta”, un material con apariencia de madera, se reemplazaba frecuentemente. Con los engranajes rotos, mi padre hacía, en el torno, los martillos para los presidentes de Rotary, engarzados con monedas.
Manuel García llevaba a reparar un auto Studebaker verde.
Vicente Mansilla era un cliente muy frecuente, ya que llevaba los autos y camionetas FIAT que tenía para vender en su automotora. Era muy detallista para ruidos de carrocería, y todos los 0km que vendía, venían al taller para el servicio de entrega y garantía.
Piringo Bonilla, que era más que nada amigo, venía con un Simca de los 50 y después una camioneta Peugeot 203.
“Filingo” Villalba, José Falvo, Álvaro Bravo (Ford V8), Don Carlos Villalba con un Peugeot 403,
Luis Megliante tenía un Fiat 500 topolinio, el Padre Isabelino Pérez un Fiat 600, Nélida Píriz un Toyota 700 y después un flamante Fiat 600.
Cristy Gava aparecía con su Renault Dauphine
Prof. Nelson Rebello reparaba su camioneta Bedford 1951
Antonio Uranga acudía al taller primero con un Renault 4CV y después con un Austin A70.
Los apodos eran crueles, yo no los decía, pero de muchos integrantes de aquel escenario del taller nunca supe el nombre: el “Longa”, el “Macho Rengo”, “el Mentirilla”. Cada poco andaban por allí. Eran amigos, interactuaban de alguna manera con el taller, a veces eran clientes, pero los veía seguido.
Bártola, que iba con camiones, pero al final tenía una VW Brasilia.
Carmelo, el taximetrista, y amigo, pasaba con sus viajes hacia km 110 y veía fuego a las puertas del taller. Era un asado, de los que se hacían cada vez que se terminaba el ajuste de un motor. Carmelo nunca faltaba, así que, a vuelta, se le veía parar en la explanada.
Don Juan Dolhagaray era un gran amigo, cartero en Piriápolis y constructor. Hizo una gran reforma en casa de mis padres, y lo visitábamos años después en su chacra. Teníamos gran aprecio por toda su familia. Lo recuerdo en un Austin A40.
Ricardito Sánchez tenía una camioneta Indio, y mientras mi padre se la revisaba, jugaba conmigo un rato al fútbol. Un día me trajo de regalo un equipo completo de arquero.
Un camión de Anselmi llegaba cada tanto, y tras la reparación, dejaba una lata de aquellas con ventanita redonda de vidrio, con galletitas Solar.
Rivera y los Goday, de la empresa “Rector” de Minas, venían con su camión a levantar o entregar trabajos de la rectificadora.
Don Bruno Aleksandrowicz tuvo un camión Citroen y después una camioneta Commer. No siempre venía por reparaciones, sino por largas charlas con mi padre. Era polaco, y tenía una experiencia muy fuerte de la segunda guerra mundial. La gente creía que su apellido era Toledo, porque su almacén era de esa cadena
Omar Almeida tenía un Chevrolet Bel Air 1951. Una vez se le quemó y compró otro igual.
Eduardo Lema tuvo un VW escarabajo, pero lo recuerdo en el taller con un Ford Corcel. Era también de los amigos que venían a conversar un rato casi todas las mañanas.
Bebe Fontes tenía una Ford V8, y era amigo “de fierro” para los asados.
Omar Sentena llegó un día desde Minas, puso su panadería en el viejo local de Bonet, y llevó una camioneta para que mi padre se la adaptara a querosén. Le hizo un complejo sistema de serpentinas para calentar el querosén con el múltiple de escape, arrancaba a nafta y cuando calentaba, la pasaba a querosén con una llave bajo el tablero.
Néstor Ferrés era amigo de mi padre desde mucho antes de nacer yo. Lleno de anécdotas, era un placer escucharlo. Íbamos a su casa y ellos venían a la nuestra. En sus cuentos, Ferrés tenía esa virtud de reírse de sí mismo, contaba de sus “metidas de pata”, y era muy divertido. Seguí viéndolo hasta hace muy poco tiempo en el comercio con sus hijos. Lamenté mucho su reciente fallecimiento.
Volviendo al taller, con sus asados, intenso trabajo, pero tiempo para bromas de las que había que cuidarse, fue un teatro maravilloso para mis recuerdos.
Sin duda quedan nombres y cosas para contar…