Cuando era niño, mis padres decidieron darnos, a mi hermana y a mí, formación musical. No recuerdo si participamos de la elección, pero cuando quise acordar estaba estudiando acordeón a piano y Daniela, piano. Fue por los años 60, muy pequeños, con Mabel Batista, la esposa de Emilio Falvo, madre de Mariela y de Daniel. Había acondicionado para las clases parte de su casa y un garaje.
Mabel era muy amiga de mi madre, relación que venía desde niñas. MI madre había estudiado violín.
Daniela tiene muy buen oído, y se destacó como pianista. Yo tocaba música matemáticamente, conocía el lenguaje de los pentagramas y la duración de cada nota, por lo que partitura mediante, podía ejecutar una melodía. Yo logré destacarme en clases de solfeo y teoría de la música. Leía notas igual que letras en un libro, y en los exámenes me iba muy bien. Mabel me ponía a ayudar y tomar lecciones a mis compañeros.
En el acordeón, aprobaba los exámenes. Mis padres trajeron de Italia una “Paolo Soprani” roja, con la que me recibí de profesor de acordeón a piano, creo que en primero de Liceo. Ya el año anterior me había recibido de profesor de solfeo.
En casa practicaba con el acordeón, y mi madre me tomaba el solfeo antes de ir a clase. Además, me guiaba para escribir con letra prolija la carpeta de Teoría de la Música, un libro enorme de tapa roja. En principio iba en ómnibus hasta la casa de Mabel, la que actualmente ocupa el CAIF, en el Barrio Estación a metros de Manuel Oribe. Después comencé a ir a pie, cambiando de mano el pesado instrumento cada una o dos cuadras. ¡Era lejos! Muchas veces caminábamos con Lucía Beltrán, vecina del barrio, que también estudiaba con Mabel.
Tengo varios recuerdos de aquellas tardes de música. Mabel me ponía solo en una habitación con dos o tres partituras, para ensayar. Ella, en otra habitación bastante lejos, parecía ajena a todo hasta que un dedo se me cruzara y tocara una tecla o botón equivocado. ¡¡¡NOOOOOOO!!! Se escuchaba, como si mi error le hubiera lastimado los tímpanos.
A mí me daba el oído para darme cuenta si una nota estaba equivocada, o si un piano estaba desafinado. Lo que fue siempre imposible, es escuchar una melodía y poder traducirla a notas para interpretarla. Lo mío era leyendo la partitura, o a lo sumo de memoria… Pero recordaba las notas una por una. En fin… Como tenía la solvencia necesaria en la lectura para oprimir las teclas adecuadas y en el momento justo, me dieron el diploma con buena nota. Está claro que, con tan escasos atributos, nunca se me ocurrió ejercer esa docencia.
Pero la época de Mabel fue memorable, desde las caminatas hasta las tardes compartidas con un montón de amigos.
Una vez estaba jugando Peñarol. No había razón para que yo no lo escuchara en la radio, salvo una obligación como estudiar. Siempre fui respetuoso de las reglas y de los profesores, entonces fui a clase de acordeón y sufrí por no seguir el partido, pero me aguanté. En determinado momento pasó por allí Emilio y no resistí preguntarle cómo iba el partido: “¿usted a que viene, a estudiar o a interesarse por el fútbol?” –me dijo, serio- y se fue sin responderme. ¡Quedé indignado! Pero con los años lo conocí bien por su amistad con mi padre, y era una gran persona. Creo que aquella vez, lo hizo como una de sus bromas. Emilio Falvo había trabajado en AFE, iba y venía en una bicicleta de aquellas con frenos de varillas. Luego compró la papelería de Amengual con su hermano José, y en esa otra actividad, lo traté mucho más frecuentemente.