El hombre de sombrero y bastón

El hombre estaba sentado en la plaza, mirando callado la escuela. Los niños estaban adentro. Cuando lo vi, pensé que era algún abuelo que esperaba la salida de su nieto… Pero los niños salieron cuando sonó la campana, los más pequeños se tomaron de las manos de sus madres y partieron a su casa. Los más grandecitos se fueron alejando en grupos, charlando divertidos, y separándose a su vez rumbo a cada casa.

El hombre seguía sentado en la plaza, mirando la escuela. Se fueron las maestras, las demás funcionarias, cerraron la puerta con llave… Y cuando ya estaba todo apagado y sin niños, el señor se colocó el sombrero, tomó en su mano el bastón elegante, se puso lentamente de pie, y comenzó a caminar por Leonardo Olivera al Noreste.  Se fue alejando, sin prisa, hasta que dejé de verlo en el paisaje de la tarde.

El sol estaba cerca del horizonte y el aire se puso fresco. Yo, que miraba desde la esquina, me fui también a mi casa.

Al día siguiente me quedé cerca del atrio de la iglesia, y entre los árboles de la plaza, estuve observando al hombre aquel, que no se sabe por qué, esperaba, otra vez, frente a la escuela.

Cuando la última funcionaria cerró con llave la puerta, y se fue, el hombre se acomodó el sombrero, ajustó los botones del abrigo que llevaba sobre el saco, bastón en mano, comenzó a caminar en la bajada de la misma calle, mientras expiraba el día soleado de invierno. Lo seguí con la mirada, unas cuadras, hasta que se perdió en el repecho.

Los fines de semana, cuando la escuela estaba sin niños, el misterioso personaje no aparecía por el banco de hormigón y madera, ni en el entorno. En realidad, nunca lo había visto por otros lugares del pueblo, su rostro indefinido no mostraba gestos, cuando dejaba pasar las horas frente a la puerta grande del centro educativo.

Yo regresaba a mi casa poco antes de la salida de los niños. Los inspectores ya estaban en la esquina, había varias personas de charla mientras aguardaban la campana, y algunas pasaban frente al hombre, que parecía no verlos, como si fuera un holograma pintado por un artista celestial en la plaza pueblerina. Pero después de cerrada la puerta gris con llaves grandes y negras, repetía su rutina para abandonar mi acuarela, más allá del marco.

Una tarde lo seguí de lejos, curioso por conocer su camino. Noté que pasaba frente a los inspectores en el Municipio, y nadie se fijaba en él. Sólo caminaba, lento, con su bastón de gala y su sombrero de ala corta, y cuando subía el repecho, aunque yo venía detrás a media cuadra, se fue esfumando su figura, como si fuera de humo, como si la luz dejara de tocarlo, hasta perderse en las sombras largas del crepúsculo.

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Alberto Vaccaro, 10 de mayo de 2021

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